Hace tres días subí (vivo en la zona más baja de mi ciudad), a calentarme en la hoguera de san Antón que instala el ayuntamiento en la plaza Primero de Mayo. Es la que lanza las llamas a mayor altura de las que arden esa noche en todo el pueblo. No puede ser menos tratándose de una hoguera municipal, servida y cuidada por empleados municipales que a lo largo de ese día han ido preparando el sitio para que todo funcione a la perfección, que no haya sorpresas, que todo esté bien calculado, bien medidas las distancias prudentes que no se deban sobrepasar por parte de los asistentes, bien protegidos los anuncios y señales de tráfico instalados en las cercanías...
Al llegar ya había una multitud cercando la hoguera. Formaban un amplio arco, casi un círculo interrumpido forzosamente por la zona en la que se amontonaban haces enormes de ramón y tablas de todos los tamaños listos para alimentar el fuego que no debería apagarse hasta pasadas una horas.
Los mas pequeños, niños y niñas bien abrigados, en primera fila, se agarraban a los brazos de sus mayores que formaban verdaderos cinturones de seguridad, como unos escapularios fornidos que los protegían de cualquier peligro. Las pavesas, mariposas de calor, volaban a merced del viento pero apenas si caían sobre esas primeras filas haciéndolo con mayor frecuencia sobre quienes estaban más alejados de la hoguera. Cada cierto tiempo empleados municipales vestidos de gris y protegidos con cascos amarillos acercaban ramas de olivo a la hoguera. Las disparaban como lanzan el martillo los atletas en las olimpiadas, dándoles un fuerte impulso para caer en el centro del fuego. Inmediatamente enormes llamaradas respondían prontamente y formaban en el aire caprichosas figuras, grandes lenguas, dibujos de fuego bajo esa noche fría y seca. A lo largo de la noche se fueron produciendo con regularidad casi absoluta cada una de esas gigantescas llamaradas que seguían a cada nueva aportación de más carburante a la hoguera.
En un segundo arco imaginario los jóvenes conversan y ríen. Se encuentran nuevamente algunos, responden a la cita prevista, la casualidad los reúne, hay algunos abrazos y besos en esos corros de reencuentro. No parece que tengan prisas por acercarse a la lumbre ni muestran frío, ni sus ropas de invierno les atan el cuerpo y los brazos como a los mayores, sino que sueltas y desabrochadas parecen blusas de primavera o verano. Tal vez el calor no sea un valor estático e influyente en la misma medida en unos y otros. La edad lo interpreta con mayor severidad, en el caso de las personas más mayores, con mucho menos rigor en los más jóvenes.
Hay también otros niños que juegan alejados de la gran hoguera. Hay balones y pelotas que corren por la explanada central de la plaza y tras ellos acuden chavales, más niños que niñas, con patadas y regates a lo loco. Ya aprenderán que todos los juegos tienen en lo colectivo su razón de ser, incluso los llamados individuales pues en su preparación y táctica confluyen otros, imprescindibles, para estimular, orientar o mejorar las habilidades del jugador. Pero los chavalillos de esa noche todavía creen que es el esfuerzo individual, al margen del resto, lo que está en juego. Pretenden ganar o vencer ellos, individuales y aislados, por encima de la victoria colectiva. Confían más en sus propias fuerzas que en las del resto. Corren esquivando algunos árboles y farolas, dando vueltas alrededor de la estatua central de la plaza, que ensalza una figura esencial de nuestra cultura, pero de la que seguro que no saben nada, que desconocen que murió aquí muy cerca de donde ahora juegan tras una pelota escurridiza.
Sus padres es posible que estén con otros amigos cerca de ellos, junto a una barra de bar, como las de feria, en la que se puede beber y comer algún tentempié. Desde la barra a la hoguera no hay mucha distancia y el tránsito de un sitio para otro no cesa. La gente parece disfrutar con ese ambiente caldeado por los calores luminosos de las llamas, que no volverán hasta dentro de un año, con otros enormes montones de ramas de olivo y maderas de ocasión como alimento. Parecen felices por momentos, ríen entre ellos, se golpean cariñosamente los brazos o la espalda los hombres, hablan sin cesar las mujeres menos dadas al golpeo aunque sea cómplice y confiado.
Algunas personas, sin embargo, no dejan de merodear la barra del bar y muestran poco interés por contemplar la altura variable de las llamas, por ver a los operarios ordenar el fuego, por acercarse más a el, verdadero protagonista de la noche del frío enero, tan marcada por una tradición pagana primero, la celebración del solsticio de invierno y la honra al sol, y luego de carácter cristiano con el santo y la bendición de los animales. Ese grupo de hombres, no hay mujer alguna, hablan entre ellos con especial energía y parece que establecen un plan que el que ocupa un lugar central en el corro que forman parece desplegar al resto. Sus brazos parecen señalar sitios donde acudir y quienes deberán ir a cada punto marcado, y los agita sobre sus cabezas con una extraña energía en esas horas de ocio y fiesta nocturna. Pronto se dispersan según el plan previsto y quien parece ser su cabecilla se queda solo. Lo he reconocido cuando ha pasado cerca de donde estoy.
Perdóname el caprichoso brinco, una pirueta en busca de alguna moraleja: lejos, muy lejos de la hoguera, de todas las hogueras de todos los lugares, alguien agita también sus brazos y señala objetivos de campaña. No se trata de ocupar sitios alrededor de la hoguera repartidos entre la multitud que la disfruta, para eso ya está el que he reconocido. Se trata de ocupar las ideas, de dirigir la opinión de una clase social o de un sector profesional, o de colectivos de todas las naturalezas en base a la mentira y el engaño calculado. Trátase de anular miradas limpias y lúcidas sobre lo que nos ocurre y en su lugar situar el odio y el insulto en el debate. En cualquier asunto que se hable debe instalarse como un artefacto explosivo una mentira que lo desvirtúe y destruya. De cualquier logro o conquista conseguida, por mínima que sea, debe sustentarse la idea de que eso no sirve para nada. Ante cualquier discurso, la desconfianza. No creer en los argumentos del contrario para no cuestionar los propios. La hoguera durante años, siglos, de nuestra historia particularmente fue el castigo contra quienes ni aceptaban las mentiras doctrinarias de la iglesia católica, ni las teorías truculentas sobre, pongamos, la circulación de la sangre, o simplemente practicaban otros ritos u otras confesiones.
La hoguera de esta noche, sin embargo, no discrimina ni excluye, es hoguera festiva que cumple con sus funciones indiscutibles de luz y calor y hace posible el encuentro y la amistad. Todavía no han surgido voces contrarias a estas funciones tan humanas y divertidas. Todavía.