Mis amores

Juan José Gordillo

Atardecer (mis amores treinta)

Sí, creo en el enorme poder de las horas del día para acometer tareas distintas y, además, difícilmente intercambiables

La vida es un proceso, un movimiento continuo que solo la muerte detiene. Los momentos o las etapas por los que la vida pasa nunca fueron estancos ni fotos fijas, aunque podamos recordarlos así. Pequeñas historias de una historia más larga, momentos que fueron ocasionados por otros y que tuvieron continuidad afortunada o desafortunada nuevamente en otros. El paso del tiempo es el tiempo. El día no es luz si no hubo antes un momento de oscuridad que poco a poco fue iluminándose. Justo esa fase del proceso, de la historia de un día que pudiera ser la de una vida, exactamente esa parte tibia del día en el que la luz da paso a la oscuridad y en el que esta lo da nuevamente a la luz son, uno y otro, mis momentos preferidos.

Hace unos días regresé de mi viajé a Georgia. Solo una razón motivó ese viaje. Quería cumplir mi sueño de visitar su Museo de Arte para ver sin intermediarios los cuadros de Cecilia Beaux. Con anterioridad al viaje leí algunos artículos sobre la ciudad de Atenas, la Atenas estadounidense, para conocer los lugares principales que podría visitar así como las conexiones aéreas que me permitirían una vez allí viajar hasta Tennesse, más concretamente a la ciudad de Knoxville en la que vive un buen amigo, profesor de lengua española en su universidad.

El viaje hasta la ciudad de Atenas no fue tan sencillo como nos pareció sobre el papel. Las informaciones que recibimos en la agencia de viajes valenciana, que se encargó de la organización principalmente de vuelos y desplazamientos en tren, no tuvieron la exactitud y rigor que una agencia de viajes internacionales debe tener y más aún tratándose del interior de los Estados Unidos. El propósito era prever vuelos entre estados y algunos trayectos en tren, en trenes parecidos a los que aquí llamamos de larga distancia pero en unas condiciones muy por debajo de los nuestros en comodidad y velocidad, por no hablar de su estado de mantenimiento, francamente lamentables. No es la primera vez que me encuentro con situaciones semejantes a esta experiencia norteamericana, las viví o padecí, para ser más exactos, también en Italia y Francia en trayectos con sus compañías ferroviarias. Muchas veces no valoramos cuál es el nivel español en estos tipos de transportes de viajeros en los que francamente estamos muy por encima de la media. En Estados Unidos tuve que pasar por situaciones dantescas, no solo en el trato hostil aduanero sino también en otras en las que pude apreciar cierta desconfianza por parte de empleados del ferrocarril y de algún que otro agente de seguridad en aeropuertos, superadas ya todas las pruebas, o eso creíamos, de acceso a sus instalaciones.



Pero dicen que el que algo quiere algo le cuesta y yo por la obra pictórica de Cecilia Beaux estaba dispuesto a pasar los trámites necesarios y las condiciones en que se presentaran para llegar a conocerla frente a frente, a la distancia de seguridad observada allí para mirar un cuadro que, diré, es un poco más rigurosa que la establecida en museos nuestros como el Prado o el Reina Sofía.

Cecilia Beaux hubiera estado pintando hasta el día de su muerte, el 17 de septiembre de 1942, si una seria fractura de cadera provocada por un caída mientras paseaba por una calle de París no hubiera mermado sus fuerzas y movilidad. Aún así su obra es cuantiosa, presente en diversos museos, casi todos americanos, como los de Chicago o Virginia. La retratista por excelencia en la cultura pictórica estadounidense, contribuyó a una nueva mirada sobre el retrato buscando la complejidad del pensamiento humano. Eso era lo que yo buscaba en este viaje de ensueño. Quería ver de cerca los trazos orgullosos y seguros que esta mujer dejaba en cada uno de sus retratos, más evidentes y con mayor presencia que los de otros pintores coetáneos pertenecientes todos ellos al realismo norteamericano. Creo que su formación europea, sobre todo la que adquirió en su estancia francesa en la Academia Julian de París en los años 1988 y 89, determinaron esa otra forma de pulsar la paleta en busca de algo más que el simple retrato, encontrar el alma en algunas de sus manifestaciones más humanas.

Mi objetivo, el cuadro que me hacía especial ilusión por ver, un cuadro pequeño, más pequeño que los que habitualmente pintaba Cecilia, era Las confidencias crepusculares, conocido también como Confidencias al Atardecer, título que yo prefiero por tener una connotación más exactamente temporal que la de crepúsculo que tiene otras. En ese cuadro, de algo más de medio metro por setenta centímetros, Cecilia Beaux, una Cecilia joven, casi al principio de su larga trayectoria, muestra la preocupación, tal vez el secreto o la intriga, la duda o el miedo, la falta de esperanza o la convicción en la vida, todo al mismo tiempo, de dos mujeres, dos mujeres bretonas ataviadas con unos gorros llamados bonetes que a mí siempre me recordaron, la primera vez que vi una reproducción de este cuadro, a esos gorros alados, cornettes, que portaban las monjas de San Vicente a las que yo veía en continuo ajetreo por los pasillos y habitaciones del Hospital de Santiago, en mi ciudad. 

Las dos mujeres del cuadro miran sin mirarse pero es indudable que se confiesan, que se cuentan algo que no sabemos y que lo hacen porque atardece. Sí, creo en el enorme poder de las horas del día para acometer tareas distintas y, además, difícilmente intercambiables. Ese momento en el que la luz va atenuándose hasta dejarnos en la oscuridad es el momento de la confesión, de decirnos aquello que creemos imprescindible decir y que no seriamos capaces de perdonarnos si no lo dijéramos. Ese momento anterior a la presencia de la noche es todavía un espacio lúcido, un tiempo en el que aún ver es posible, aunque solo sea el contorno de las cosas, siendo que esa falta de detalle y precisión nos apremia a completar el resto con el aporte de nuestra propia imaginación, facultad poderosa que permite a los artistas serlo. Eso, en parte, hace Cecilia con estas dos mujeres bretonas ante un mar en calma y un cielo plano, luminoso en sus últimos instantes. Solo nuestra imaginación entonces puede responder a sus rostros carentes ya de la luminosidad del día que se acaba, a lo que traman en el particular sigilo vespertino, y hacerlo en un acto íntimo e intransferible por cada uno de nosotros, para completar las siluetas en cuyo interior nos debatimos.