Mis amores

Juan José Gordillo

Mis amores (veintiocho): Diario pendiente

El diario no escrito en nueve meses tiene tachones por no encontrar las palabras para describir mi admiración por la Península y su autor

 Mis amores (veintiocho): Diario pendiente

David Uclés.

Envidio a quienes llevan un diario, un acta notarial de cada uno de sus días, entreverado inevitablemente por el propio tamiz de la memoria. Verdadera envidia porque habiéndolo pensado mil veces, mil veces no acometí su tarea.

Sí que tengo algunos diarios parciales, sobre todo de viajes. En una pequeña agenda forrada de falso terciopelo tengo guardados los treinta días de agosto que pasé con amigos de juventud atravesando Italia, desde Venecia hasta Roma, a lomos de un viejo renault diez que solo yo podía conducir, por motivos de reglamento, y que no pasaba inadvertido en un país de coches viejos y destartalados, entonces. Conservo otros diarios de ese tamaño, quince, veinte días, con mayor o menor precisión de datos y de comentarios que para mi son los verdaderos protagonistas de esos escritos. No importa tanto, en efecto, la visita al Coliseo de Roma en aquella mañana de agosto del 78 como la impresión que me causó la muerte del papa Pablo VI el seis de agosto, por ejemplo. Todas las mañanas leíamos L’Unitá, el periódico más serio de la prensa italiana a pesar de ser el periódico del PCI, pero es que este partido gobernaba las dos terceras partes de los departamentos y ciudades italianas en ese tiempo. En primera plana de aquella sábana de tinta que era este periódico se daba la noticia de su fallecimiento. Anoté en ese día en mi agenda roja (qué casualidad): nos hemos enterado de la muerte de este Papa, inteligente como nadie, por L’Unitá. Qué gran pena. Toda la gente que está en el camping comenta con tristeza la noticia.

Este año que se acaba debí hacerme de un diario que ocupara desde el 18 de abril hasta estos mismos días de diciembre. Aquel 18 tuve la oportunidad de escuchar en público por primera vez a David Uclés a propósito de su novela La península de las casas vacías. El lugar, una sala de la Diputación provincial que dedican a estas cosas, lo conocía, en él ya había estado unos años antes escuchando a Marta Sanz hablar sobre su Pequeñas mujeres rojas, es decir, sobre el compromiso con la búsqueda de la verdad que es al final lo que hay tras desenterrar tierra y escombros que esconden los restos de quienes fueron asesinados en los primeros años de la posguerra española, trabajos que están bajo sospecha, bajo el manto de años de silencio, bajo la complicidad de los vivos que viven mejor a costa de aquellos yacentes ocultos y ocultados. Así que un hilo blanco que diría Amanda Sorokin, que prende más los hechos de la historia que las palabras con las que pudieran tratarse, parece ir desde Las casas vacías, a Las pequeñas mujeres. En aquel 18 de la primavera recién estrenada, apenas unas quince personas ocupamos los asientos de tan solemne sala. Un número parecido de asistentes habíamos estado con Marta (Jaén no da para más). Aquel día David habló de su novela conversando con José Carlos Moral. Pude conocer de paso a los padres del novelista, a Pedro, su padre, y a su madre Ángeles, la de los ojos vidriosos cuando mira a Pedro. En el diario que no he escrito es posible que hubiera anotado: David habla desde la sencillez propia de los sabios, sus manos lo envuelven, y proyectan sobre sí mismo una especie de globo terráqueo, una esfera, pues dan vueltas y giran en distintas órbitas para acompañar sus palabras precisas.



El pasado día 18 de diciembre, casi nueve meses después, casi un embarazo, lo escuché conversar con Ian Gibson en el Ateneo de Madrid. El sitio en el que hace noventa años disertaron Unamuno o Azaña, quien fuera presidente de la institución, lo ocupaban esa tarde uno de los más respetados hispanistas, militante lorquiano, experto en el Ulises, gustoso bebedor de buen güisqui, y David, ya mas dominador de un discurso que carece de costuras, redondo como aquellos gestos orbitales con sus largos brazos. No cabíamos en la sala, la biblioteca del Ateneo. Un aforo para ochenta personas tuvo que estirarse hasta los ciento veinte. Si hubiera tenido a mano el diario que no tuve, aquella noche de frío madrileño habría podido escribir: la cola larga de gente formada casi una hora antes del inicio del acto me recuerda a las que se forman para un concierto. Ya, en el interior, distribuidos en torno a las viejas mesas de lectura, alumbrados por cada uno de los largos flexos, el resto, distribuidos alrededor en sillas o de pie, casi emparedados en las altas librerías que cubren sus paredes, siguen con una atención muy especial, dibujada justamente en la comisura de sus labios, lo que allí dicen. La humildad de Uclés, ya sabes, la de los sabios, es tal que le dice a Gibson: ya ves, estarás orgulloso del público joven que te sigue.

El diario que no he escrito alrededor de esos casi nueve meses peninsulares tiene hojas dibujadas, tachones por no encontrar las palabras que hubieran acertado a describir mi admiración por esta obra, La península, y por su autor, pero sea este ejercicio breve de memoria de ese par de ocasiones vividas, principio y final de un paréntesis relleno con “me gustas” y comentarios, la reparación de la tarea no realizada, a la par que el novelista iba de un antes a un después explicando a  diestro y siniestro la historia, la nuestra, que comenzó de suspiros, de la boca de su abuelo, pero que hoy está, elogiada y sorprendida, en las de algunos de los mejores representantes de la cultura española, ibera mejor dicho, que la aplauden con el entusiasmo de los grandes acontecimientos, tardes de sol o noches de estreno.