Si hay pendiente una revolución por hacer la tendremos que hacer nosotros, mi generación. Mi generación, la de quienes nacimos entre los cuarenta y cincuenta, que fuimos protagonistas de la transición, rompimos amarras con el pasado, descubrimos el valor de la libertad, brindamos con la primera botella que encontramos a mano por la muerte del dictador, cantamos canciones prohibidas, nos besamos en la calle sin temor al patíbulo, fumamos cigarrillos con hierbas aromáticas, dejamos de vestir capirotes y otros hábitos con cíngulos, recuperamos espacios para la cultura censurada y perseguida con cárcel, sin miedo a vender mundosobreros en las plazas de los pueblos o en las tabernas o en las puertas de los talleres y hasta perdonamos a nuestros padres por sus silencios.
Nosotros, hijos de una escuela doctrinaria y beata, aprendimos en la calle la poesía necesaria, agitamos las asociaciones de vecinos y tejimos cientos de movimientos culturales sostenidos por la tenaz voluntad de perseguir la felicidad contraria al panorama gris de nuestra adolescencia.
Nosotros hicimos el cambio todos los días que pudimos hacerlo. Lo procuramos en nuestros trabajos, en los debates con quienes nos rodeaban en el taller, en la oficina, en el centro de salud, en las escuelas, en el campo, en los corros de los parados al sol, en la barra de un bar, en la grada de nuestro equipo, en los cursillos prematrimoniales que abolimos, en las excursiones en autobús a la playa más cercana, a la ida y a la vuelta.
Mi generación hizo posible nuestra constitución. Estábamos convencidos de que la felicidad o la libertad debía reglamentarse en capítulos y secciones, que nuestras aspiraciones de justicia y solidaridad si no se escribían volarían por los aíres del olvido. No fue fácil, como sabemos, mas conseguimos establecer las reglas imprescindibles para el gobierno de las mayorías fueran estas del color que fueran. Y eso estuvo bien, como dijo Dios cuando separó la luz de las tinieblas.
Ha pasado el tiempo y otra generación distinta pretende echar todo aquello por el suelo de manera ignominiosa. A diferencia de cómo propulsamos aquel proceso enorme de cambio, a diferencia del uso democrático de la palabra y de los turnos, del debate racional, de la deliberación entre iguales esta otra generación dispone del empleo de las redes sociales para sus fines y desprecia e ignora las reglas que deben imperar en una discusión de tal trascendencia: la vigencia de la democracia sobre cualquier otros sistema. Porque estamos ante esa diatriba, cuidado, no ante opiniones que defiendan alternativas al estado actual en el marco regulado de la libertad de expresión y respeto a la divergencia sino en la destrucción de ese marco que hace posible el intercambio. La democracia, leemos con harta frecuencia en este tiempo, ya no funciona, y el estado que se basa en semejante organización es un estado fallido. Bajo este simple cajón ocupado por ambas ideas y aderezado con toda clase de insultos entre los cuales la referencia a la castidad de las madres es el que más éxito de uso tiene (o su versión lírico/simbólica de la fruta), aderezos digo que acompañan en esas redes el discurso propio de estos otros, puede explicarse todo lo que nos ocurre sea esto una DANA catastrófica, los acuerdos entre partidos para la formación de un gobierno posible, la defensa argumentada de una acción de la fiscalía general contra bulos que la acusan, el nombramiento de una española para el desempeño de una importante parcela del gobierno europeo, el propio gobierno europeo y sus intentos de limitación del acceso de las fuerzas antieuropeas al gobierno europeo (es que es así), el asilo a quienes huyen de países y zonas conflictivas, el reparto de las responsabilidades y atenciones necesarias propias del acogimiento, el fichaje manipulado de un humorista para dirigir un programa en la televisión española, el uso de las lenguas que se hablan en España en el parlamento español, la firma de apoyo a favor de un determinado empresario en el marco protocolario y legal de apoyos que han de firmarse por parte de quien está autorizada para la firma, etc., etc., hasta el menor detalle posible en la menor acción política de quienes representan ese estado fallido.
Se trata de que ninguna de esas cosas que nos ocurren puedan tratarse desde la racionalidad y el contraste sino desde la doble acusación guardada en el cajón: todo demuestra (incluida la DANA) que la democracia no funciona, no sirve para limpiar las calles de lodo ni para impedir que los vascos hablen vasco y, por otra parte, que solo un estado fallido que no limpia el barro de los sótanos y permite que los partidos hagan pactos de gobierno son responsables de lo que nos pasa. Solo el pueblo salva al pueblo aparece de este modo en el frontispicio del pensamiento ultra revestido de cierto aire antisistema. En esta línea la profesora Beatriz Gallardo Paúls, a propósito de la DANA, dice: cuando la ultraderecha y sus órganos de propaganda se apropian del eslogan —como antes de la palabra patria—, su concepto de pueblo es otro. Su intención es doblemente excluyente, de los gobernantes, pero también de los no nacionales; así lo demuestran quienes pretendían entregar personalmente sus donaciones para asegurarse de que solo iban a manos españolas.
Las redes sociales hacen un papel extraordinario en la creación de esta atmósfera contraria al sistema, en su terminología, que no es otro que el constituido por un estado democrático. El formato de expresión impuesto hace muy difícil la conversación aunque sea entre posiciones diferentes como lo fue en aquel tiempo remoto del cambio. Hay que someterse a las reglas del ring al que suben púgiles pero sin árbitro. El público, cómodo en sus asientos ilocalizables, puede incorporarse al debate bajo el sagrado principio de la libertad para insultar. No hay que demostrar nada ni aludir a fuentes fiables ni argumentar ni razonar pues se trata de ejercer la libertad que se expende a diario en cualquier barra de bar.
La revolución hoy es dejar el territorio de esas redes a los indígenas que tanto las usan y aprecian. Hablo de indígenas en su primera acepción en el diccionario de la RAE, y nosotros, los de mi generación, no lo somos. Cuando llegamos ellos ya estaban ahí. No creo que salir de esos lugares sea renuncia o huida, ni mucho menos cobardía, sino aceptación de quienes somos, los que besamos en la calle aunque temblaran las casas, los que pensamos un rato con El Roto, leemos una columna, da igual cuál, hablamos con el poeta después de escucharle recitar sus versos, bebemos hasta emborracharnos moderadamente, escuchamos a una voz que nos dice son las ocho, las siete en Canarias o cuenta cosas a propósito de algo. Esta es la apuesta que nos queda, abandonar la basura en sus contenedores sociales por ver si a falta de enemigos, sin ningún otro boxeador en el ring, se aburren, se bajan y se duchan.