Mis amores

Juan José Gordillo

Divagaciones sobre la desmemoria (Mis amores 26)

La falta de memoria, como gotas que no pueden detenerse, acude a nosotros pese a los intensos esfuerzos de aquellos años escolares por cultivarla

Escribir sobre la memoria es un reto para un desmemoriado, algo así como para un pastor manchego hablar de la pesca del bacalao en los mares fríos del norte por muy amante que sea el ovejero del atascaburras. Ser desmemoriado es una desgracia como carecer de olfato y no oler que la tostada se chamusca, otra vez, o tener pies planos y querer echarse un carrera en la calle Estafeta. Es un defecto siempre, en cualquier caso y lugar, pero a fuerza de ejercerlo puede convertirse en un atenuante que bien administrado produzca algunos beneficios y salidas de atolladeros ocasionales o resuelva ausencias, por ejemplo, en algunas comparecencias incómodas o de puro trámite. Cuando me acordé ya era tarde puede manifestar esa doble consideración de la desgracia, por una parte, y del beneficio, interesado y buscado intencionadamente, por otra.

Desconozco el origen de la desmemoria humana pero no me extrañaría su componente genético como principal explicación. Parece que las personas memoriosas lo son de nacimiento y empiezan a muy temprana edad a manifestar esa cualidad. En nuestra escuela primaria, aquella de babis y cantos imperiales, no conocí ningún aprendizaje que no se basara en la repetición cansina de textos que se troceaban para facilitar su ingesta memorística. Todo el universo de nuestros aprendizajes se reducía a listas de nombres de mayor o menor extensión que debíamos memorizar; la historia eran listas de reyes y batallas, la geografía enormes listas de ríos y afluentes, de ciudades y comarcas, de mares y montañas, las matemáticas, tablas y me llevo una, la naturaleza, pistilos y animales con esqueleto, y artrópodos, sobre todo artrópodos, la lengua era gramática y ortografía extenuante y castrante entre decenas de reglas y sus excepciones. La religión resumida en un catecismo triste y punitivo que también aprendíamos de pe a pa. Toda la enciclopedia escolar (no había entonces ningún decoro para nombrar las cosas) era un objeto que teníamos que memorizar en su pura y dura sintaxis.  Los afluentes de todos los ríos se agrupaban en la mayor de las abstracciones, por la izquierda y por la derecha. Para entender semejante ataque al rigor geográfico torcíamos la cabeza para el Atlántico y localizar así la izquierda y la derecha del Tajo, por ejemplo. Lo mejor, pues, era memorizarlos tal cual y no arriesgar la salud con torticulitis tempranas. En cambio, no recuerdo que la escuela nos retara al desarrollo de otras facultades con el mismo ahínco que se procuraba con la memoria. La imaginación no pasaba de las redacciones de “tema libre”, nunca pisamos un laboratorio ni nada por el estilo, las dimensiones espaciales se concretaban en recortar papel y manualizar una pajarita, la observación, comparación, la lógica eran desatendidas y, en todo caso, corrían por cuenta del cliente. Sin embargo, y aquí la gran paradoja, estas facultades que necesitan obligatoriamente no tanto entrenamiento, como el caso de la memoria, sino estrategias y aprendizajes específicos no se dieron en aquellos años de escuela primaria, más bien las fuimos adquiriendo con el paso de los años, a través de la experiencia de estudios o trabajos. La memoria, mientras, tan atendida y perseguida como arma para el triunfo escolar ha ido desapareciendo, estropeándose paulatinamente en muchos de nosotros, sujetos pasivos de aquellos aprendizajes. Memoria tras memoria hasta la desmemoria final.

La falta de memoria, como gotas que no pueden detenerse, acude a nosotros pese a los intensos esfuerzos de aquellos años escolares por cultivarla. Como una sombra que borra el sol y los hace invisible vamos olvidando episodios de nuestra historia personal. Son acontecimientos que solo podemos certificar que sucedieron por elemental lógica, pero sin aportar la prueba del recuerdo. No sabemos concretar con exactitud hechos que fueron noticia de primera plana y que tanto nos incumbieron personalmente, pero también como país, o como región por ejemplo. Situar en un año concreto un viaje al extranjero, el gran concierto de nuestro músico preferido, el primer suspenso en religión, hasta el primer beso a una chica nos resulta imposible y solo nos atrevemos a un tanteo, a rasgar en la memoria por ver si sale el premio del recuerdo exacto.



En los tiempos que corren en los que la salud mental emerge como un asunto nacional la desmemoria debería ocupar un papel importante. No hablo de la ausencia total de memoria ni aludo a los casos de su extrema ausencia que tanto dolor personal y social afecta. No hablo de la enfermedad de Alzheimer ni del resto de enfermedades neurodegenerativas, sino a esta otra pérdida paulatina de los recuerdos, de los nombres, de tantos momentos vividos y ahora no recordados, que llamo desmemoria, olvido, pérdida, ausencia.

Hace años que empecé a preocuparme por estos déficits memorísticos, aún percibiendo que mi mal era y es compartido por tantos o más que quienes no lo padecen. La lectura de Los desafíos de la memoria (Seix Barral), escrito por Joshua Foer, me sirvió para gestionar una serie de técnicas muy útiles para retener nuevos aprendizajes, para aprender a fijar en la memoria aquello que uno desee retener. Foer escribió este libro divertido y excitante porque observó cómo su memoria fallaba y el olvido era cada vez más frecuente. A través de Los desafíos… hace un viaje espléndido por algunas de las técnicas, o trucos, para fijar asuntos en la memoria. Uno de esos trucos es el palacio de la memoria que cada vez es más usado para el aprendizaje de grandes listas de nombres, números, imágenes, versos, etcétera. Joshua Foer, periodista de profesión, llegó a participar en el campeonato de memoria de Estados Unidos y en diversas competiciones internacionales en las que, por ejemplo, conoció a un tipo que en seis meses había memorizado los 50.000 dígitos de la constante matemática pi, pero, maldición, hubo de abandonar la empresa porque de la nada apareció un sujeto japonés que memorizó 83.431 dígitos. Necesitó solo dieciséis horas y veintiocho minutos el oriental para enumerarlos. Son varias las anécdotas y acontecimientos que narra con precisión certera, como es lógico, pero lo que me pareció más interesante de este curioso libro son sus comentarios acerca de los memoristas profesionales. Los menciona a cuento del caso de la Odisea, de su autoría y conservación previa a su publicación. Es incuestionable esta conservación y transmisión oral, y por tanto memorística, del monumental texto para entender cómo puede aparecer ante nosotros, sin antecedentes previos poéticos de un valor semejante al citado que lo anticipen, así de la nada.

Pero el periodista norteamericano no dice nada sobre la desmemoria consolidada, nada sobre cómo recuperar aquello que ya solo está en negro en nuestra memoria incompleta. Las técnicas que describe son herramientas magníficas para el futuro pero inútiles para el pasado. Es posible que con estas ayudas para la memoria yo no olvide nunca el nombre de un actor que lea en los créditos de una película nueva, o el título de un cuadro en la página de un libro, ni olvide una lista de ingredientes para cocinar un rico puchero.

No se me ocurre otra salida para anclar aquello que aún conservamos de nuestro pasado y no queremos perder que contarlo como contaron los memoriosos griegos las hazañas de Odiseo, el astuto Odiseo, o Atenea, la de los ojos glaucos, epítetos repetitivos que, dicho sea de paso, argumentan la oralidad en la transmisión del clásico griego. O contar aquello que aún no hemos perdido a nuestros hijos que serán los más fieles y mejores guardianes de nuestra memoria. Y buscar las alianzas necesarias para que nada quede en el olvido por culpa del sigilo, el miedo o el secreto.