Siempre hay un hombre pidiendo limosna a la puerta del supermercado.
En una tienda de ropa una mujer devuelve la camisa comprada hace un par de días. Nadie podría decir que su hijo la llevó puesta en la fiesta de graduación.
Por la calle central de la ciudad un coche acelera y se estrella contra una farola rompiéndose la nariz el conductor y una lámpara la farola.
La vendedora de pescado deja vacío su puesto harta de no vender esa mañana. Se echa un cigarro en la puerta del mercado y mira de reojo por si alguien se acercara.
El camino que debe andar un muchacho de apenas doce años para llegar a la cantera donde trabaja está repleto de otros chavales de edades parecidas caminando al mismo lugar. Algunos no llevan ningún tipo de calzado. Van descalzos pero conocen cada piedra del camino para no pisarla.
Es una mujer muy pequeña y muy delgada y está comprando un billete de lotería o de algún juego de azar por muy poco dinero.
La cocinera del colegio mira con atención la fecha de caducidad de una lata muy grande de tomate triturado. Luego cuece los espaguetis mientras las niñas internas toman sus asientos junto a viejas mesas de formica.
Son dos hombres de aspecto fornido. Han roto una ventana trasera de la casa situada en las afueras. Se han llevado lo que han podido.
La mujer, todavía cansada, suspira y llora de alegría al ver a su hija recién nacida en la cuna que han puesto a su lado.
Acaban de salir de la furgoneta. Los cuatro jóvenes con sus trajes de neopreno, se reparten las tablas de surf. Llegan a la orilla de una playa escondida. Otro hombre, el profesor, supongo, los espera para darles la primera lección.
El estanquero le dice a la mujer delgada y mal peinada que acaba de entrar que no hay tabaco para ella, que se vaya.
Un alumno escucha atento la explicación de su profesor de latín a cerca de la construcción de puentes romanos en la península itálica.
No ha corrido lo suficiente. No ha obedecido las voces de los mayores gritándole que no atravesara la calle. Varias balas le han perforado su cuerpecillo.
Ha estado viendo su cuadro preferido en el gran museo de arte moderno para luego escribir su crónica en el periódico local sobre su cuadro preferido.
Apenas ha cumplido sus primeros seis años y ya sabe mantenerse recta y sonriente mientras crece sobre las puntillas de sus pequeños pies. Sin refuerzo.
La pareja vocifera desde la vieja camioneta que el conduce las patatas del terreno, oiga, señora, patatas del terreno.
Ella es la última vez que subirá al avión de pasajeros. Con ese vuelo dejará un oficio que nunca ha disfrutado.
Desde el paseo marítimo se puede ver con detalle el desembarco alocado de una balsa motorizada de la que descienden y tropiezan y caen arremolinados al agua hombres y mujeres africanos. Las ambulancias ya están llegando.
Toda la mañana estará sentada, mirando el ordenador, tecleando, removiendo algunos papeles sobre la mesa, cogiendo con frecuencia el teléfono, hablando o escribiendo sobre su pantalla. No debe alterarse. Recibe respuestas iracundas, le cuelgan, la insultan. Muy pocos le mantienen el teléfono. Marca cruces en una lista.
Acaba de escuchar, junto al resto del consejo, las últimas novedades que les comunica el presidente acerca de la situación inmejorable del holding. Posiblemente ascienda, fantasea, en responsabilidades tras haber incorporado una nueva compañía al entramado. Viste un traje impecable.
Han pasado dos horas y aún no ha salido de la casa. Espera tras la esquina. Lleva el arma cargada en su bolsa deportiva. Cuando salga se acercará a él, bajo su pasamontañas, y le disparará hasta gastar todo las balas del cargador.
La conducción por la noche o por la tarde o temprano por la mañana no le importa. Oye la radio, escucha música, canturrea, observa el paisaje, memoriza nombres de ciudades y atiende como se merece la carretera. Es ya conocido en alguna emisora nacional por sus llamadas a un concurso de madrugada.
Está muy apurada. Ha debido llevar mal las cuentas de la semana. Apenas sin dinero para comprar pan barato, una lata de refresco barato, y algo de embutido barato. Para su hijo. Ella no comerá tampoco.
Es una de las ciudades más importantes del país. La vida en sus calles y plazas no era distinta de la de otras ciudades vecinas o lejanas. La gente podía pasear tranquila, sentarse en los bancos que jalonan los bulevares, hablar y reírse. El miedo no existía en sus gentes. No podían imaginarse estar hoy viviendo bajo las bombas que les llegan desde cientos de kilómetros, desde otro país. Miedo sin rostro.
Está muy nervioso. Es su primer concierto tocando la batería. Es una sustitución, le ha dicho el mánager. Pero si lo hace bien, piensa, igual me contrata definitivamente.
Como sus padres, como todos sus antepasados muertos vivientes aún en los bosques que cubren las montañas que él puede ver desde el poblado donde vive, no saldrá nunca del lugar que es su mundo.
Ella abrió la puerta de la casa y pensó lo peor al notar que el cerrojo no estaba echado. Apenas tuvo tiempo para temer lo peor, aunque sí, una décima antes de morir, pensó en que él había conseguido entrar en la casa. Muere desangrada y no escucha el grito desesperado de él mientras se corta la yugular.
Su puesto de inspector de policía le obliga a estar presente en los funerales de presos que mueren en la cárcel. Tiene por costumbre sentarse en el último banco del tanatorio y cortarse la uñas, cabizbajo, con apariencia meditativa.
El párroco, un cura joven, un mulato colombiano, habla desde el púlpito con una voz melodiosa plena de eses suaves, Con ellas, silbantes y sedosas, se mecen en la siesta mañanera las dos hermanas gemelas en esa hora de entretiempo.
Una mujer hermosa y bella, sentada en la barra del bar, esconde su mirada tras unas disparatadas gafas de sol, pero sus labios de coral flotan entre las nubes de los hombres que la miran.