Soy uno de los siete millones de jubilados españoles. Para formar parte de semejante legión debí trabajar treinta y nueve años exactamente. Ese fue el mérito con el que me admitieron en este club tan numeroso y activo hasta el extremo, según me observo, de producir una cierta adicción mal disimulada a este estado final.
Formo parte, por ejemplo, de los andantes mañaneros. Lo hago casi todas las mañanas en compañía de un amigo, a veces solo también, de parecida edad y circunstancia. Hacemos un recorrido no demasiado exigente en su fisonomía paisajística, la cual podríamos catalogar como periurbana, sin excesivo alejamiento de la urbe pero rayando algunos campos cercanos. Calzamos unas deportivas algo especializadas, de las catalogadas como running de asfalto, de ornamentación discreta: el símbolo de la marca sobre un fondo en el que no se combinan más de dos colores. En esto nos parecemos a quienes portaban sobre sus mayas o celadas hace unos siglos los escudos de los señores amos en cuyo nombre cabalgaban, mataban y morían, es decir, gratis, con anexa publicidad completamente gratuita también aquellos como nosotros. Otros caminantes llevan zapatillas más llamativas, con numerosos colores indeterminados, brillos a estribor, cordones fosforescentes y suelas aparatosas como minitoboganes desde el talón a la puntera. Estos otros de los que hablo forman parte de mi mismo segmento ocupacional y cronológico, por supuesto, pues somos casi siete millones, ya lo saben, y ocupamos un amplio espacio ya a esa primera hora del día. Se nos ve y se nos nota. Por todos sitios estamos en esas horas hasta la mañana tardía ocupando las terrazas de los cafés, consumiendo mantequillas y mermeladas, pimentón y aceite, tomates de todos los colores, panes integrales, marginales en horas alejadas de ese horario tan festivo del desayuno. Se nos ve frente a los escaparates de todas las tiendas y comercios, habitamos casi todos los probadores en los que sea posible probarse algo, compramos las loterías del martes, las del sábado, las que celebran onomásticas de reyes y descubrimientos de sabios sin importarnos demasiado sus nombres pues son territorio de azares pasajeros. Lo importante es la mañana siguiente, ese nuevo reto de los diez miles que ahora algunos quieren desmontar y sustituir por musculación e implantes de cabellos low cost. No me lo creo. Donde se ponga un diez mil que se quite un bultito en el tríceps.
Ahorramos lo que podemos, no para nosotros sino para nuestra prole, los hijos, las nietas. Nuestro futuro por ahora es un imserso inmenso en su vocación de distraernos mientras nos llega el final de los finales. Y en ese mientras hay playas que descubrir, viajes por valles desconocidos, karaokes sin orquesta y hielos con limón con agua con gas, además de balnearios de lujo y burbujas y duermevelas y dolencias propias y ajenas.
Dedicamos gran parte de nuestro tiempo a cuidar nuestro cuerpo, a apreciar el gusto por una alimentación sana que nos haga eternos, a jugar a la petanca en el parque o con largos solitarios barajados por el algoritmo en la pantalla del móvil. Cantamos en el coro del barrio o bailamos en la sala municipal sevillanas y tangos, descubrimos amistades abandonadas en el dulce reencuentro que nos regalan los años cumplidos. Rememoramos infancias en la escuela, los corros, el catecismo de memoria y el balón hinchable con caducidad de un recreo. Nos preguntamos por nuestros nombres que hemos olvidado, pero no el color de los ojos, ni esa barbilla cuadrada, ni la envidia que despertaba por ser el número uno siempre, siempre.
Nos iguala la edad y el pagador de nuestra nómina que es el Estado. Ya no es el dueño del taller quien lo hace, ni la empresa de automóviles de ocasión, ni el constructor fulanico sociedad limitada, ni la familia propietaria del comercio, ni el consejo del banco, ni el dueño de la agencia. El Estado de la nación, esa especie de dios terrenal por encima de este o aquel gobierno, moldeable en parte por la voluntad o el desinterés de unos y otros, pero permanente y duradero, el estado es quien sostiene este enorme e increíble club de los siete millones.
Ocupamos con mayores o menores venturas los últimos renglones de nuestra existencia. Los avances conquistados gracias a la ciencia, de una parte, y a la consideración respetuosa de estas edades nuestras dibujan esta etapa con mejores tintes que los que tuvieron nuestros padres, más longevos nosotros, con mayores recursos y ayudas y asistencias también.
Somos los álamos temblones del invierno en los jardines, como dice Emmanuelle Riva, árboles con enorme capacidad para aguantar los vientos de poniente que sacuden este invierno último que habitamos. Aguantaremos con la misma dignidad con la que transitamos una larga vida laboral hasta aquí. Somos a estas alturas de la vida más hijos de nuestro tiempo que nunca.
Pero, ¡ay!, los de siempre, que ahora parecen ser más y más desvergonzados, amenazan con romper lo que somos y conquistamos. Insultan a los nuestros, cuando pasean por la mañana o se prueban ante el espejo el pantalón, cuando toman café en la terraza, se apean del autobús turístico al llegar a la plaza de la catedral o hacen cola ante el cajero automático o compran el pan en el mercado, pues no tienen, no tenemos derecho, dicen, a ser los árboles temblones ni a mantener viva la memoria de nuestro trabajo de años, único y verdadero argumento de nuestra jubilación considerada.
Venderemos cara esta piel heredada de acontecimientos históricos de mayor o menor calado desde finales del siglo XIX hasta nuestros días. Nuestro derecho a los paseos de la mañana y a visitar un museo un lunes por la tarde no es de ninguna manera un agravio comparativo respecto de las condiciones laborales, precarias muchas veces, de quienes inician ahora su vida profesional, ni tampoco las limitaciones que les atañen para tener una vivienda pueden serlo respecto de nosotros que la conseguimos en base al trabajo y el endeudamiento. Se equivocan esos jóvenes airados que insultan a quienes creen ociosos por sus caminatas o privilegiados por sus viajes. Nuestro mérito es el trabajo sostenido durante muchos años. Que luchen por ello. Que aspiren a defendernos para poder llegar al mismo lugar que ocupamos nosotros ellos también.