El duende del callejón

Mari Ángeles Solís

Le paradis nous attendra

Últimamente, no sé yo qué querencia me ata a Valparaíso. Voy repitiendo pasos por calle Almenas, sintiendo cómo el hueco de mis pisadas abre una cicatriz...

En estos días los amaneceres se hacen muy pesados. Ella se aleja, se envuelve en una bruma espesa y pesada color rojizo que me impide respirar. Pronto llegará otoño y dejará de desprender calor de su pecho, cual volcán incierto. Muchos dijeron que aquella era gran verdad. Que el rocoso que se halla bajo la Atalaya, absorbía todo el sol del mediodía y, de noche, lo lanzaba con furia. Eso decían… hasta que Santa Catalina vino con su rueda a poner orden. Siempre se han dicho muchas cosas. No aprendemos.

Últimamente, no sé yo qué querencia me ata a Valparaíso. Voy repitiendo pasos por calle Almenas, sintiendo cómo el hueco de mis pisadas abre una cicatriz en la historia.



Don Alonso sigue descansando en paz, el buen hombre. ¿Cómo no pudiera? Hasta un puente le regaló. En fin, el amor tiene estas cosas. A veces siento que el ruido del agua busca el ritmo de mis latidos. Pero no tengo miedo. Sé que el Caño Santo me quiere. Por eso miro con respeto a quien permanece sentado en la esquina. No me mira, no me habla aún a sabiendas de que podría tirarle una piedra. Pero ya no soy un niño, no. Y las maldiciones de antaño han de volverse melodías, para ser cantadas a la luz del farol. Pues deben conocerlas nuestros hijos.

Días atrás, os contaba que don Miguel me esperaba. Allá en las puertas de su Palacio en calle Maestra. Y ando taciturno con esa extraña cita. Conocido es de sobra mi fervor por doña Teresa. Y no hallo queja en el trato de don Miguel hacia su esposa. Pero tiene una especie de debilidad hacia mi amor que me inquieta. Sí, sé que también está eclipsado por ella, por la dueña de mis sueños, por aquella por la que un día decidí ser alma errante. Y quedarme para siempre en esta tierra.  

Don Miguel se deshace en halagos hacia ella, se desvive en mil quehaceres para engalanarla y darle valor. Debiera agradecerlo, lo sé. Pero el fantasma de los celos se posa ante mí como un ave enloquecida. Me rondan mil ideas por la cabeza aunque luego las rechazo por parecerme injusto. Pero bien sabe dios del tormento de mis pensamientos. Este hombre, de rutinas tan meditadas, creo que se está poniendo en serio peligro. Porque no sólo soy yo, no. Son muchos sus enemigos. A veces pienso en advertirle, esperarle algún domingo a la salida de misa de doce. Siempre se pone en el altar mayor. Pero luego desisto, al recordar cómo la mira, cómo queda exhausto tras contemplar su belleza. Entonces imagino que mis manos van directas a su testa… ¡No!, ¡no!... yo no soy así. No quiero ni volverlo a pensar. Cuando el corazón se adormece en la angustia, busca el olvido para encontrar consuelo. Y así estoy yo…

Los amaneceres me ahogan. El sol de agosto cae indolente sobre Santa María. Pero estamos en fiestas. Sí, estos días, los primeros de agosto, son sólo para ella. Creo haber soñado que, pasando el tiempo, olvidarán estas fechas y celebrarán otras cosas que no han crecido de sus venas. Algún día, esto que vivimos, todo lo que os cuento será pasado. Pero ahora estamos en fiestas. El cielo nos espera. Pronto el rostro de Dios asomará por sus balcones para bendecir nuestros campos. El cielo nos espera. Su cabeza se convertirá en una estela que, como único testigo, engendrará el ascenso de la madre al infinito. Y la cara de Dios asomará por sus balcones. Allá por el día 15, al mediodía… Vamos, el cielo nos espera. Mientras en Santa María las piedras gritan “le paradis nous attendra”, yo sé que el milagro de su esencia florecerá una vez más y esa sangre de aceite correrá por sus venas.

Pido disculpas. Don Miguel tendrá que esperarme un día más. No puedo faltar a la cita con ella. Pues el cielo nos espera.