Estamos a punto de entrar, si no estamos ya, en un tiempo donde la convivencia social ha sido activada “en modo convulsivo”. Por quienes quieren que vivamos de las vísceras o el autoengaño; por aquellos –no hace falta nombrarlos y ni describir logos de partidos- que practican con posicionamientos irrazonables la intolerancia agresiva contra los que, a su izquierda ideológica, piensan de modo diferente.
Estamos llegando a una España donde una nueva especie de confesionalismo, esta vez laico pero igualmente peligroso, se ha convertido en la principal seña de identidad colectiva. En una sociedad nuevamente partida en dos, dividida por la asignación de colores (rojos y azules), estigmatizados por banderas descomunales que desunen.
Vivimos en un lugar irreconocible para aquella generación de españoles que ayudó a redactar una Constitución que aspiraba a ser la ley de todos, convertida hoy en el trapo que arropa los fanatismos de quienes la intentan patrimonializar para sacarle un rédito electoral.
Esta tierra en la que vivimos parece cada vez más fragmentada entre quienes viven realidades y narrativas totalmente opuestas. Terrícolas y marcianos.
Obviamente los marcianos somos todos aquellos que pensamos y defendemos el concepto de bien común y de lo que este significa para asegurar la posibilidad de una igualdad real y un cierto grado al menos de justicia social desde la que se garantice una auténtica liberta; no la que manipulan algunos cortesanos, desde un estrenado chauvinismo madrileño, para abrir terrazas de bar o permitir que se pueda andar por la calle sin mascarilla en medio de una pandemia.
Ya no hay debates pacíficos ni controversias racionales en nuestra vida cotidiana. Impera sólo la confrontación agresiva en los grupos de amigos, que casi dejan de serlo por defender, a costa de cualquier precio, ideas y argumentos que suenan mucho a los que se arroja desde esas cloacas de la desinformación, eficaces agentes profesionalizados en la pura difamación; medios que se apoyan para esa tarea en ese nuevo monstruo cibernético y deshumanizado que llaman redes sociales, al servicio sólo de unos pocos megaricos.
Incluso aquellos que antes eran moderados representantes del poder del Estado más celoso de su independencia, hoy parecen haber sido abducidos por fantoches mediáticos y un puñado de académicos falsamente objetivos, que pregonan en contra de la amnistía; oponiéndose a un perdón que posiblemente no lo merecen aquellos que demostraron una evidente falta de respeto hacia los que, en su misma tierra, no pensaban como ellos. Cierto también que esos mismos aprendices de ilusionistas predicaron, con violencia institucional y callejera, en favor de una ilusión tan utópica como socialmente desgarradora. Pero estos jueces, en cuya neutralidad siempre hemos confiado, olvidan ahora el significado de la imparcialidad, ese principio por el que prestaron en su día juramento. Con togas o sin ellas, a las puertas de los juzgados, se manifiestan abiertamente en contra de una ley que, guste o no, representa la voluntad mayoritaria y soberana del pueblo; camuflados representantes activos de la parte más conservadora de nuestra clase política.
Es muy triste, pero hemos llegado a un punto en que, para garantizar una mínima concordia social, resulta imprescindible decretar el silencio de la opinión política. No me refiero a la paz que se proclama como necesidad imperativa de los poderes oficiales, sino a la mínima comprensión de la verdad ajena que se expresa en el seno de reuniones de familia. Todo sea por conservar algo de sentido común en medio de unas trincheras –esperemos que sigan siendo sólo dialécticas- trazadas por los que desean llegar al poder, aunque sea al precio de hacernos regresar al comienzo, al punto de partida de lo que después sería historia más vergonzosa que terminó en una guerra de españoles contra sí mismos. Creo que no es el temor infundado de un país que empieza a no ser apto para viejos como el que suscribe.
En este mundo que nos toca vivir, empieza a cobrar cada vez más sentido las palabras que dijo un día un fraile que se dedicaba a la poesía –y extrañamente no llegó a ser excomulgado ni quemado en la hoguera por hereje irredento- sobre una descansada vida que huye del mundanal ruido. Aunque esto significaría una derrota todavía inaceptable para algunos.