Mientras escuchaba la voz de una de mis sabias hablar sobre comunicación pensé que
las palabras viajan rápido, pero que las escuchas son cada vez más lentas.
La urgencia de tener que decir algo arrasa con la clave esencial de la comunicación humana, que es mucho más que hablar. Hemos olvidado la virtud del silencio, ese espacio breve y fértil donde la voz del otro puede desplegarse sin miedo; pero nos hemos olvidado, sobre todo, de la importancia de callar y escuchar.
Esta época de mensajes instantáneos y simultáneos, de dejar en visto, de declinar llamadas, en la que la necesidad de ahorrar tiempo nos lleva irremediablemente a perderlo, nos convierte cada día en seres más solitarios encerrados en sí mismos.
Somos una galaxia de pequeños mundos que ha perdido el cordón umbilical que los unía.
Las conversaciones se convierten en un intercambio de frases inconclusas en las que una idea se sobrepone a otra, casi como una carrera de fondo, para acabar llegando a ningún sitio.
Hay un instante frágil, casi imperceptible, en el que el alma del que habla se asoma buscando cobijo, y basta una mirada atenta o un silencio ofrecido para que encuentre un lugar donde descansar, sin juicios, un respiro que le permita seguir revelándose.
Existe una tristeza callada que habita en todas aquellas palabras que no decimos, una pena escondida en las pausas, en el leve temblor de quien habla sabiendo que no será escuchado. Es inútil hablar con alguien que ya está preparando su respuesta, que no te oye, sino que te mide; que no te recibe, sino que te analiza.
Las palabras caen, pero no germinan.
Escuchar para responder es como mirar al mar y ver solo el reflejo propio. Se oye al otro para encontrar en él la confirmación o la contradicción de lo que uno ya piensa.
Es una forma de soledad disfrazada de diálogo.
El interlocutor se vuelve espejo, y el yo se multiplica, pero nunca se encuentra con nada fuera de sí, como si en los confines de la existencia no existiera nada más allá del propio yo.
No hay puente, no hay travesía: solo existe el eco insistente del propio pensamiento.
Escuchar para responder es como defender una muralla sin saber siquiera si hay algo dentro. Las conversaciones se llenan de interrupciones, de réplicas apresuradas, de argumentos que se chocan como olas sin llegar nunca a mezclarse.
Hablamos mucho, pero nos comprendemos poco.
Cruzamos palabras, pero nuestros corazones permanecen callados, distantes, sin que nadie se detenga a escuchar su ritmo.
Estamos heridos por la impaciencia del discurso.
Tal vez algún día recordemos que escuchar es un arte antiguo, un gesto sagrado, una forma de entrega y de decir: «Estoy aquí para ti». Que se trata más de acompañar que de entender; que no hay que preparar respuesta. sino ofrecer silencio. Y que, a veces, lo único que un ser humano necesita es que alguien lo escuche.
Quizá, cuando volvamos a escuchar con el alma, las palabras recuperen su fuerza y el mundo, la ternura perdida.