Correcalles

Sonia Jiménez Tirado

De puntillas o bailando

Si has llegado hasta aquí dibujando en tu mente un amor romántico único, te diré que existe una forma de amor universal

Andaba recorriendo calles, me detuve en una esquina cualquiera y vi…

Que hay gente que pasa por la vida de puntillas, y está bien. Caminan como si el suelo fuera de cristal, temiendo que un mal paso rompa el equilibrio que tanto les ha costado construir, y es loable. Son quienes miden cada emoción, quienes no se permiten desbordarse, quienes se protegen de la intensidad porque creen que sentir demasiado es un peligro. Y tienen razón. Dicen no a la aventura, al vértigo, a lo impredecible. Dicen no a vivir de forma genuina, y eso también es respetable.

Pero, ¿y si te enamoras?

He visto a quienes dan la vuelta en caminos de una sola dirección, haciendo lo imposible, transitando senderos escarpados solo para llegar a un abrazo. Los he visto cambiar de acera con el corazón en las manos, atravesando el escándalo y el escarnio, —que parecen lo mismo, pero no lo son—. Los hay que se han desvestido de sus creencias, abandonado la religión y, al mismo tiempo, han hecho la demostración más poderosa de fe que existe: el amor.

Reconozco a quienes han replegado sus alas en nombre del amor, firmando una renuncia, entregando la carta del adiós. Los veo haciéndose jirones a sí mismos en nombre de la felicidad del otro, y eso también es amor. Pasan los que se reconstruyen, los que vuelven a caminar erguidos, los que se aman y se respetan.

El amor no siempre llega con música de fondo ni con luces suaves. A veces aparece de golpe, sin aviso, desordenándolo todo. Te obliga a mirar de frente lo que eres, sin máscaras ni defensas. Te pone frente al espejo y te pregunta, sin compasión: ¿vas a seguir huyendo?

Enamorarse no es un acto de debilidad: es un gesto de valentía, y hasta diría que de coraje, porque… ¿hay alguna otra forma más hermosa de defenderse de la vida que amando? Es decir “sí” aun cuando uno no sabe si será que no. Es saltar sin saber si habrá red, confiar en que el golpe, si llega, valdrá la pena. Porque el amor —el de verdad— no siempre es cómodo, ni sencillo, ni perfecto. Pero es real. Y lo real, en estos tiempos de filtros y apariencias, ya es una forma de resistencia.

Deberíamos hacer del amor un bastión, erigirlo tan alto y tan sólido que tan solo el cielo quede por encima. Porque amar es construir. Es levantar con las manos desnudas algo que no se ve, pero que sostiene. Es aquello que resiste el temblor y el azote del viento, que se mantiene sobre cimientos firmes sin derrumbarse, aunque se transforme y se adapte, aunque cambie de nombre, aunque, a veces, incluso, lo desconozcas.

Porque amar no es solo besar o prometer. Amar es cuidar, es sostener, es estar presente incluso cuando el silencio ocupa el espacio que antes llenaban las palabras, aunque no sea fácil. Respetar el silencio del otro… ¡qué importante es eso! Es tender la mano al amigo que no puede más, abrazar a quien ya no tiene fuerzas, perdonarse los errores propios y ajenos. Amar también es dejar ir cuando quedarse ya no tiene sentido, porque el amor no siempre significa permanecer: a veces amar es liberar.

Si has llegado hasta aquí dibujando en tu mente un amor romántico único, te diré que existe una forma de amor universal, una forma madre de amor que abarca todas las maneras posibles de amar. Y esa, en la que no existe un límite, en la que las fronteras se vienen abajo con uno de sus parpadeos, es en dónde deberíamos vivir.

Y si dejáramos que ese amor nos inundara, el mundo sería un lugar más afable, menos bélico, menos trágico. Sería un lugar donde nadie caminaría de puntillas por miedo a romperse, sino que todos, alguna vez, nos atreveríamos a bailar.

Porque la vida es eso: un instante suspendido entre el miedo y el salto,
entre el silencio y la música,
entre pasar de puntillas o atreverse a bailar.

Pero tampoco me hagáis mucho caso.

O sí.