Gracias a mi profe Águeda Moreno del Aula Abierta de mayores, y a sus excelentes clases de lingüística, tras tres años de aprendizaje bajo su batuta puede uno navegar en el proceloso mar de los pleonasmos, esquivar las corrientes hiperbatónicas, y aprovechar los vientos eufemísticos. Por eso colijo que el higo de fruta (ficus carica) debe distinguirse de otras connotaciones eróticas, derivadas de esa visión que nos transmite este fruto abierto en su mitad, ya presente en Aristófanes y Dante. Una palabra cuya raíz latina y castellana comenzaba por “f”, al igual que “fijodalgo”: hijo de algo. Entre “figo” y “fijo” debe cuidarse las reglas de pronunciación, porque podría conducir a situaciones harto difíciles de resolver si decimos “fijo de fruta”, ya que, aunque quede bien definida por la RAE la palabra fruta, existen corrupciones que la lingüista de la universidad de Aravaca, Dra. IDA aplica y que sus arpías divulgan como corifeos de la escena griega.
Como vemos, el lenguaje político se reinventa, o mejor expresado, es capaz de transformar los significados. Nuestra lengua, la lengua española, se ha enriquecido como los cantes de ida y vuelta. El retorno de la palabra que va y vuelve, del continente americano pasa por las brisas de la mar océana. Un ejemplo reciente ha sido el periodo electoral argentino, cuyo candidato populista, Javier Milei ha puesto de moda “el carajo liberal”. Nuestra RAE lo significa como palabra malsonante relativa al miembro viril. El ya presidente de la pampa argentina lo ha tenido en su boca cientos de veces durante la campaña plebiscitaria de ese país (no se lo tomen “ad literam”) Puede que lo hiciera como expresión de sorpresa; quizás anunciando la cantidad de esta que el pueblo argentino se iba a llevar cuando se sentara en el sillón dorado.
Esta sorpresa puede tener gradaciones de intensidad, tal como la motosierra que ha exhibido a diario: la motosierra de Milei hace un ruido del carajo. Con tanto ruido los desencantados votantes aplicando un uso de gradación podrían acabar “mandándolo al carajo”.
Por cierto, que, en el lenguaje de la marinería, el carajo es la cestilla instalada en la punta del palo mayor desde la que el vigía observa la lontananza. O en su caso a la nave enemiga. Por eso el vigía era elegido entre los que tenían una mejor vista. Tiene una vista del carajo.
También era lugar de castigo adonde el capitán del barco mandaba a los marineros que habían cometido alguna falta. Allí arriba disfrutaban del “bamboleo marítimo” y sus consecuencias.
Yo prefiero quedarme con la lingüística patria y si tengo que mandar a alguien a algún sitio, utilizo a José Antonio Labordeta y su toponimia escatológica, evitando la referencia a atribuciones corporales de nadie, y se líe un follón del carajo.