Ha caído el sol en el ocaso. Dispongo dos velas, un par de folios en blanco y un moderno cálamo. Una pluma dispuesta y emocionada en este escenario en el que la oscuridad se ve rota por la llama de la cera que baila una danza de arabescos, de contorsiones gráciles. Me traslado hace doscientos años atrás y casi percibo el sentimiento de quien al igual que yo se disponía a plasmar un relato real o ficticio, acompañado del sonido de escarbar en el papel y el olor característico de la tinta. En mientras mi atávico transistor me informa minuto a minuto de la situación en la que se encuentra el solar hispano; mejor dicho, el solar ibérico “cuniculoso” de Plinio el Viejo. Me acompaña un transistor desde el inmemorial tiempo en el que la radio saltó del mueble con adornos de ganchillo rompiendo su cordón umbilical con la electricidad, para conseguir competir con la caja de la imagen. Son tantos años, que mantenemos una relación hasta en el lecho nocturno, en el que me susurra y concilia la noche.
Me asomo varias veces a la ventana y contemplo los cardinales de sur a norte. Al fondo se yergue la fortaleza de Alhamar que recibe el arrebol de la huida del viejo Febo. Hacia el oeste el bermejo se pierde entre copas de olivares y el cielo se torna azul oscuro pintado por las estrellas que titilan brillantes. A veces un fallo humano nos descubre aquello cuya belleza estuvo siempre a nuestro alcance, pero la luz fría de las farolas, la emisión incontrolada de las ciudades, nos impiden saber que está ahí. Renunciamos a la belleza a cambio de lo artificial. La noche del apagón nos permitió disfrutar de un marco estelar, al que es recomendable volver de vez en cuando, pero no de esta manera. Hay otros caminos y lugares para hacerlo, sin embargo, cegados por las pantallas nos impiden encontrarlos. Descubro cientos de párpados, abiertos, descortinados, en cuya retina una tenue luz amarillea macilenta. Óculos artificiales en la carne constructiva, en los que esta oscuridad les ha hecho perder su uniformidad para lanzarnos una mirada tímida y hasta sugestiva que te induce a analizar qué habrá tras esa esclerótica tribal de ladrillos que segmenta cada mirada. Mi transistor sigue desgramando informes. Del exterior, y del mismo sitio en los que los días trágicos de la pandemia escuchaba el coro de perros de las cacerolas, ahora me llega la salmodia de “Pedro Sánchez, hijo de puta”. ¡Qué poca poesía hay en la ultra derecha! Una vez que se duerme el músculo radical, la noche recupera su calma, y yo sigo admirando esa pantalla límpidamente estrellada. La radio sigue a mi lado. Mañana será el momento de comenzar a ver cuales han sido las causas, de este desatino de los dioses tecnológicos, que, a diferencia de los griegos, estos no hablan con los mortales. Dentro de nueve meses, sabremos si al menos el diosecillo Cupido y su amigo Eros, descendieron del cielo, para sembrar estrellas.