Encastrada en la vetusta piedra renacentista, aquella placa de ladrillo cerámico, exhibía el nombre de aquella plaza con una caligrafía fuera del uso del momento. Mas de un par de siglos habían deteriorado el esmalte del baldosín que hacía función de cartela y, no obstante, ello, aun se podía leer su proclama: Plaza de Los Caños.
Albergaba tras ella una nidada de murciélagos, que en las noches de primavera y verano nos servía de entretenimiento su entrar y salir constante, haciendo pasadas sobre el pilar de Los Caños y las pocas farolas que entonces alumbraban el viejo barrio, para conseguir el sustento diario.
De las pozuelas en donde derramaban su agua los pétreos niños que ocupaban las cuatro hornacinas, recogíamos ovas verdes y haciéndolas ovillos las lanzábamos contra aquellos voladores nocturnos, sobre los que nos habían contado de sus peligrosas mordeduras, que, inclusive podrían conducirnos a la muerte.
Justo debajo de aquella placa, unas losas de piedra toba, desgastadas por el paso del tiempo, hacían de acerado, a partir de cuyo borde se extendía un empedrado pulido por el paso de personas y herraduras, permitiendo el trasiego diario del paisanaje y, sobre todo, de la múltiple ganadería de burros y mulos que cumplían la función de distribuir la mercancía y los servicios que el vecindario demandaba en su vida diaria. Lañadores de ollas, traperos, lecheros, vendedores de miel de caldera, lozas, gaseosas, sifones, y retirada de basuras a la que entonces se denominaba “mugre” y mugrero el que la trasegaba.
Este empedrado firme, por llamarlo de alguna manera, estaba colocado de forma aleatoria de tal manera que venía a formar una red de intrincados canalillos a los que habíamos asignado la función de corredores por donde discurrían las canicas.
Desde las mas modestas de barro a las que dábamos colores con los lápices “Alpino”, pasando por las codiciadas bolas de las gaseosas a las que llamábamos “gasas”, de valor muy cotizado por su cristal verdoso y opaco. Finalmente, los “níquel”, bolas procedentes de los rodamientos que por su esfera pulida y peso constituían la joya mas preciada que pudiera alojarse en nuestros bolsillos de pantalón corto.
Consistía el juego en golpear en golpear la bola contra una de aquellas piedras, con tal artífico que consiguiera correr por uno de aquellos tortuosos canalillos a una meta prefijada con el menor número de toques y de camino alcanzar alguna de las bolas que pasaban a tu peculio.
El juego solía acabarse cuando la voz de alguna madre pronunciaba tu nombre desde el balcón, a cuya llamada se unían las voces de otras progenitoras. De camino a la casa hacías recuento de las bolas y en el caso de ganancias subías la empedrada cuesta casi reventándote el corazón de alegría.