Estilo olivar

Juan José Almagro

Ucronía

Estamos atacados por el síndrome de la impaciencia, confundimos progreso con aceleración, buscamos atajos y nos hemos acostumbrado a deformar la realidad

 Ucronía

Foto: EXTRA JAÉN

Ucronía.

Stefan Zweig escribió una hermosa biografía de Erasmo de Rotterdam (Paidós), el primer y gran humanista del Renacimiento, y al referirse al tiempo que le tocó vivir al “primer europeo consciente de serlo”, dejó -a mi juicio- una extraordinaria descripción de lo que representó aquella época: “…se trata de uno de esos típicos momentos en que la humanidad se ve, por así decir, desbordada por sus propios logros y tiene que emplearse a fondo para estar a su propia altura.”

No sé si ahora, cuando el siglo XXI alcanza su primer cuarto, nos encontramos en uno de esos momentos y ante un nuevo Renacimiento. Creo que sí, y razones no faltan para pensarlo: crisis perenne, incertidumbre creciente, polarización inexplicable, guerras (no solo la de Ucrania), desigualdad, corrupción, instituciones obsoletas, ausencia de líderes y, por si el panorama fuese escaso, la desconocida y emergente fuerza de la IA, la Inteligencia Artificial y sus muchos derivados. La efervescencia social es mayor cada día y se habla sin reparos de la reinvención del capitalismo y de la nueva función de la empresa y de las instituciones.

Estamos atacados por el síndrome de la impaciencia, confundimos progreso con aceleración, buscamos atajos y, en consecuencia, nos hemos acostumbrado a deformar la realidad para adaptarla, como la cama de Procusto, a dogmas previos, equivocados y perversos, como aquellos de los que parten el propio funcionamiento político y muchas empresas e instituciones, que transubstancian mal y transforman el bien común en ambiciones personales, la fuerza en desánimo, el conocimiento en soberbia, las palabras en nada. Las organizaciones no son malas en sí mismas. Son malas cuando transubstancian mal; las buenas empresas y las instituciones que quieren serlo transubstancian bien, antes, durante y después de las perennes crisis: crean buena cultura, los vicios individuales se convierten en bienes colectivos, el propósito en acción y compromiso, la debilidad en fuerza, las palabras en hechos (no en retórica) y el ejemplo en santo y seña. Muchos, sobre todo los políticos y las políticas, se olvidan de que son las instituciones las que deben adaptarse a la realidad y a los ciudadanos, y no al revés: sin hombres y sin mujeres, sin personas, no hay instituciones.

Estamos en época electoral (todo lo que resta de año lo será) y en política -pero no solo en política- se ha puesto de moda construir el relato falso, es decir, jugar a la ucronía: casi todos los relatos se basan en hechos posibles pero que no han sucedido realmente, especulando sobre realidades alternativas ficticias, y fabricando hechos que se han desarrollado de forma diferente a como en realidad los conocemos. Es cierto que, como señaló el historiador de la ciencia Koyré, así es la condición humana: el hombre “se ha engañado a sí mismo y a los otros. Ha mentido por placer, por el placer de ejercer la sorprendente facultad de decir lo que no es y crear, gracias a sus palabras, un mundo del que es su único responsable y autor.” Pero ahora ocurre algo más grave: se niega la autoridad a la Razón, y se niega sobre todo la autoridad de los hechos, dejando que imaginaciones o deseos prevalezcan sobre lo fáctico. El que fuera presidente de Estados Unidos, Donald Trump, fue y sigue siendo un maestro en el “arte” de la mentira y tiene aventajados alumnos en todas las partes de este mundo nuestro.

¿Estamos a la altura de las circunstancias? Antonio Machado, con fina ironía y no poca guasa, dejó escrito que “se miente más de la cuenta por falta de fantasía: también la verdad se inventa”. A mi juicio, todos -Sociedad Civil, empresas, gobiernos, universidades- deberíamos hacer autocrítica profunda. Tengo la sensación de que muchos dirigentes no se dan cuenta del poder transformador que tienen, por ejemplo, la educación o la política, y creen, equivocadamente, que su función es un mero juego. No es así, ni nunca podría serlo. Erasmo escribió en 1530 (cinco siglos nos contemplan) una joyita titulada “Los buenos modales en los niños”. Merece la pena leerla y recordar que, en el capítulo del entretenimiento, dice el humanista: “En los juegos con gente educada esté presente la agudeza y ausente la obstinación, madre de reyertas; falten la trampa y el embuste, pues con estos cimientos se construyen injurias aún más grandes.” Amén.