Cuando pienso en Trump, cuando lo veo en televisión, cuando leo las cosas que dice o los artículos que reflejan lo que hace, cuando abomino de su diaria actuación, de las decisiones que toma y de sus mentiras y las de sus secuaces, pienso en algo que escribí hace ocho años. Dije entonces, y repito ahora, “que un dirigente, un líder que quiera serlo realmente, tiene que convertirse en autoridad, es decir en hombre o mujer con valores, ambiciones autolimitadas y respeto a la Razón y a la Verdad”.
En este punto, como en tantos otros, conviene también recordar al humanista Erasmo de Róterdam, quien en su “De la Educación del Príncipe cristiano” hizo una analogía especialmente hermosa y certera: que el preceptor o asesor que envenena con malas ideas o malos consejos el corazón de un Príncipe es tan criminal como el canalla que envenena un pozo de agua del que bebe una población entera y con eso envenena a todo el mundo. Eso es lo que hacen los malos gobernantes, envenenar el pozo del que bebemos todos, personas e instituciones. Esta crisis en la que viven Europa y Occidente, en la que el mundo entero se revuelve, y que arrastramos ya desde hace algunos años, ha sido, como ocurrió con la Reforma, primero una crisis moral, que nos trajo el descrédito de los dirigentes y la desafección en las instituciones, nos llenó de corrupción y desigualdad, y a partir de ahí se convirtió en una crisis económica, política, financiera, de gobernanza, o como queramos adjetivarla. En cualquier caso, en una crisis total, global, que a todos nos concierne, más desde que el señor Trump, arropado por su impresentable vicepresidente Vance, asumió de nuevo y para nuestra desgracia la presidencia de Estados Unidos de América y, hay que decirlo con sorpresa y resignación, avalado por muchísimos millones de votos, que no por ser muchos dejan de ser corresponsables de lo que ordene el ínclito Donald Trump.
Muchos ciudadanos nos debatimos hoy entre la perplejidad, la estupefacción, el desconcierto y la incertidumbre. Seis semanas después de tomar posesión, los despropósitos del presidente de Estados Unidos no tienen fin, sus decisiones parecen regirse por el mero capricho y, en consecuencia, por la arbitrariedad y la mentira. En la actual política estadounidense se ha instalado la desintegración del argumento y del debate racional. Se desprecian la Verdad y la Razón.
Uno de esos costes es, sin duda, lo que hoy se llama Posverdad, que no solo consiste en negar la verdad sino en falsearla; incluso en negar su prevalencia sobra la mentira. Ya en su primer mandato, el campeón mundial de la Posverdad fue Trump, y en ese camino sigue consiguiendo medallas. Ese grosero actuar es algo más que mentir (“el hombre ha mentido siempre”, decia el historiador Koyré). Ahora se trata de algo más grave: se está negando la autoridad de la Razón, y se niega la autoridad de los hechos, dejando que imaginaciones o deseos prevalezcan sobre lo fáctico. Son las “Fake News”, afirmando como cierto lo que es rotundamente falso, y en eso el campeón es el todavía presidente Trump, y lo ha demostrado en su singular discurso de la nación (4 de marzo de 2025) ante la sesión conjunta de la Cámara de Representantes y el Senado americanos. La Posverdad sigue siendo un deporte de moda. Todos mienten y se desprecia e ignora la autoridad de las pruebas, empirícas o históricas, un método que ha proporcionado a Occidente los mayores progresos de la historia y ha servido para crear sociedades más justas. Se están creando “realidades” inexistentes y “realidades” artificiales y artificiosas. Antonio Machado, con ironía e inteligencia, nos advirtió que “se miente más de la cuenta por falta de fantasía: también la verdad se inventa”.
A propósito: En su ensayo “Matar a un elefante”, publicado en 1936, George Orwell nos enseña el camino idóneo con una reflexión profunda sobre la política imperialista, fruto de su estancia en Birmania (hace casi cien años) al servicio de la corona británica: “Comprendí entonces que cuando el hombre blanco se vuelve un tirano, es su propia libertad lo que destruye. Se convierte en una especie de muñeco sin vida, hueco, mera pose, la figura convencional, el “sahib”. Es decir, el dueño, el amo. Como Trump…