Sobre nuestras piedras lunares

Manuel Montejo

Trump y el nuevo mundo

Si analizamos históricamente lo que sucede en estos momentos, no estamos más que ante el ajuste normal ante una reconfiguración política a nivel mundial

Pasados apenas dos meses desde la toma de posesión de Trump como presidente de EE. UU., pareciera como si este hecho en sí hubiera puesto patas arriba nuestro mundo, el Viejo Mundo europeo, abocándonos a una serie de cambios radicales que no tienen aún una dirección muy clara. Tal y como nos lo cuentan, tal y como lo expresamos, las “excentricidades” y “locuras” del presidente norteamericano suponen un desafío al que nuestros líderes europeos están respondiendo, en términos ajustados y democráticos. Sin embargo, esta supuesta realidad tiene algunas connotaciones que la modifican sustancialmente, sin que señalarlo suponga de ninguna manera una justificación de la política de la Administración Trump ni de ningún otro gobierno mundial, como habitualmente se dice. Las Relaciones Internacionales, la Diplomacia y la Geopolítica son ciencias en las que prima más el análisis objetivo de situaciones reales por parte de expertos en distintas materias que los “deseos y antojos” de unos personajes estrambóticos, como las series y el cine, y también las noticias, nos quieren hacer creer en numerosas ocasiones.

Si analizamos históricamente lo que sucede en estos momentos, no estamos más que ante el ajuste normal ante una reconfiguración política a nivel mundial. La hegemonía occidental, representada por la globalización, el dominio de la OTAN y el multilateralismo en las relaciones dirigido por EE. UU., se está desmoronando y lleva haciéndolo desde hace unos años, aunque no lo queramos ver. Nos encontramos inmersos en un mundo multipolar, protagonizado por un enfrentamiento económico y comercial, por ahora, entre dos polos bien definidos, China y EE. UU., cada uno con sus respectivos aliados, disputándose el papel de control y dominio del “Nuevo Mundo” al que nos dirigimos. Y dentro de este conflicto, como reacción y posicionamiento en él, es en el que tenemos que inscribir los debates, discusiones, declaraciones y actos que hacen los líderes políticos. Para comprenderlo en toda su amplitud, conviene recordar dos reglas: nada suele dejarse a la improvisación en estas circunstancias y no existen buenos y malos enfrentados en los conflictos internacionales, sino intereses nacionales y globales en conflicto.



Este planteamiento de origen no es nuevo, ni estamos descubriendo la pólvora. Cada uno de los actores internacionales ha estado años analizándolo y reaccionando a él, con mayor o menor fortuna. EE.UU., y gran parte de su población, ha sido consciente durante los últimos tiempos de que el orden de la globalización había acabado, sobre todo porque estaban sufriendo las consecuencias económicas y sociales negativas del papel cada vez más importante de China en el orden mundial. Si EE.UU. había estado soportando el poder financiero, gracias al dólar y al poder militar, siendo prácticamente el único valor de la OTAN, era porque mantenía un equilibro comercial sustentado en recibir los beneficios económicos obtenidos en la producción, localizada en los polos industriales mundiales, Alemania, China y Japón. Cuando ese equilibrio se rompe, porque el déficit comercial se hace demasiado elevado, la dependencia financiera es excesiva y la industria propia casi deja de existir, la pérdida de poder adquisitivo, empleos estables y servicios públicos se convirtieron en un problema social de gran magnitud y en su principal problema político. A ello respondió Biden y ahora responde Trump, cada uno desde propuestas diferentes, aunque no tan alejadas como podría pensarse. Y las propuestas de Trump, nos gusten más o menos, son exactamente las mismas que prometió durante su campaña y fueron votadas por la mayoría del pueblo norteamericano, no sólo, que también, por una minoría de extrema derecha, “racista, machista y analfabeta”.

La campaña Trump señaló este problema, sus riesgos y males, al igual que hizo la campaña Biden, y prometió enfrentarlos con medidas concretas (política migratoria, reindustrialización, imposición de aranceles, reducción del aparato estatal, redefinición de la OTAN, etc.). Pero el objetivo, la estrategia detrás de estas medidas, no es otro que recomponer la hegemonía mundial, recuperarla para EE. UU., ganándosela a China, y para ello debe renegociar sus relaciones con los diferentes actores internacionales, tanto aliados como enemigos. Para lograrlo, pretende reducir el déficit comercial y hacer que vuelvan las industrias a suelo americano (esas que tan alegremente deslocalizaron durante décadas), y, por esta vía, está utilizando, de momento, dos herramientas de negociación: los aranceles y la amenaza de retirar la ayuda militar. Esto conlleva una serie de riesgos económicos para EE. UU. (inflación, baja reducción del desempleo, disminuir el peso del dólar, problemas de suministro, etc.) pero es el camino elegido por ese gobierno. Puede que consigan su objetivo o que nos lleven a un recrudecimiento del enfrentamiento multipolar, reforzando la separación entre EE. UU, y sus respectivos aliados, pero, al menos, están actuando ante un problema.

Rusia, por su parte, parece que lo tiene claro. Ha utilizado su especial relación con China para avanzar en una guerra, que le está costando mucho pero que era clave para mantener su posición estratégica ante la OTAN, y, ahora, puede negociar mejor sus principales objetivos: restablecer la neutralidad de Ucrania y renegociar un sistema de seguridad en Europa en el que se tengan en cuenta sus intereses. Y, todo ello, mientras mantiene el equilibro de su relación económico-comercial con China sin romper relaciones con EE. UU., a quien le interesa mantener a Rusia cerca, antes que regalarle ese mercado a China.

Mientras tanto, en Europa, ¿qué hacemos? Pues algo a lo que estamos acostumbrados: hablar mucho y hacer poco. De entrada, hay que dejar claro que ninguna de las decisiones de la Administración Trump nos pilla por sorpresa y todas habían sido ya debatidas previamente: ni el cambio de postura respecto a Ucrania, ni las modificaciones en política económica y comercial, etc. Respecto a Rusia, rompimos relaciones, sufriendo el coste económico de desligarnos de su energía y se la “entregamos” a China, sin tener un plan definido, mientras nos hicimos más dependientes de EE. UU.

De hecho, la UE llevaba preparándose para este escenario, respecto de la OTAN y del cambio de estrategia norteamericana, desde hace más de un año, desde el Consejo Europeo de marzo de 2024. En lo comercial y económico, los países europeos llevan meses debatiendo y estudiando “¿qué hacer?”, una vez había quedado claro que el mundo tal y como lo conocían iba a cambiar, quisieran o no quisieran. Ya dijimos por aquí el pasado septiembre que: “frente al empuje del enfrentamiento entre EE. UU. y China y la posición aventajada de otros como India, Europa está obligada a desechar sus recetas fracasadas y su modelo anquilosado, frenado por la insolidaridad, la falta de política fiscal y presupuestaria común y de una estrategia de defensa unificada.” Y, ¿qué ha hecho Europa mientras? “Reunirse para decidir cuándo reunirse otra vez y poder estudiar la toma de una decisión urgente…” Este es nuestro modus operandi.

La UE afronta esta situación sin un plan, sin objetivos definidos, sin unidad entre distintos países con diferentes intereses y con estrategias dispares. El resto del planeta tiene unas prioridades urgentes perfectamente claras y definidas; Europa se mueve en el despropósito. Durante años nos hemos dedicado a opinar y pontificar, espetando a todo el mundo una serie de “valores y principios” que identificamos con el origen de la democracia, de la modernidad política, con cierto aire de superioridad moral, mientras dejábamos que otros actuaran políticamente, desplegasen sus intereses geopolíticos y lucharan por la hegemonía mundial. La arrogancia europea nos ha llevado a sentirnos un actor de peso sin tener una posición política clara ni un ejército detrás, lo que en Relaciones Internacionales equivale a no ser nada. Pero, claro, contábamos con EE. UU. para ser nuestro particular “primo de zumosol” político y militar, el que nos guía y protege mientras nosotros damos discursos. Y nos hemos terminado creyendo nuestra propia propaganda.

Si la UE no entiende un conflicto como el de Ucrania, ni los motivos ni su desarrollo actual, ni conoce cuáles son sus propios intereses, porque son variados (no hay una política común real), no puede intervenir en la política internacional, ni negociar ni representar nada.

Ahora, pretende “rearmarse”, volver a tener peso diplomático, que es lo mismo que decir militar. Pero ¿saben cuánto tiempo tarda en conseguirse eso? ¿Qué ejércitos van a formar: nacionales o inmigrantes? ¿Hay población laboral suficiente? ¿Bastan con los 800 mil millones comprometidos? ¿De dónde van a salir? ¿Les han explicado a sus poblaciones los sacrificios que ese esfuerzo supone? Este “rearme” parece más una campaña de propaganda en la que hay que elegir entre “defensa o pacifismo”, “contra Rusia y Trump y por Ucrania”, sin valorar los motivos reales, las condiciones necesarias o las consecuencias.

Es posible que en este cambio de ciclo o lucha por la hegemonía global seamos unos de los principales perjudicados, que nos quedemos sin la OTAN y sin el orden multilateral de la ONU, y, mientras encontramos esa “autonomía estratégica” que llevamos años buscando, nos sintamos amenazados entre el “fuego cruzado”, pero no podremos echarle la culpa más que a nosotros mismos. Europa ha vivido de espaldas a la realidad durante mucho tiempo, ensimismada consigo misma. Y, o despierta ya, a trompicones, o le costará volver a encontrar su lugar en este “Nuevo Mundo, o en lo que acabe todo esto. Y no será por culpa de Trump.