Hace más de un año, antes de volver a incorporarme a dar clase de Economía al Instituto, tenía claro que me tenía que irme a vivir a Tarragona para llevar desde allí mi actividad empresarial y cambiar la costumbre: tan sólo pasaría una semana al mes en Villacarrillo. El resto de tiempo estaría por allí.
En ese momento me recuerdo inseguro, irascible, cansado, dormía mal y tenía la pesadez de la obligación, la misma que me contaba que tenía José, tío de mi amigo Javi Navarro, cuando se subió casi en los años 90 para trabajar, llevándose a toda su familia, o la de José de La Torre, que emigró mucho antes, y que cada vez viene menos por el pueblo.
La decisión de irse es tan fácil como difícil se hace luego volver. Yo quería arreglar mi casa, como hice, para dejarla cerrada, y que así se me hiciera menos pesado volver. Pero tanto me resistía a dar el paso que, al menos de momento, todavía no lo he hecho.
En los años 90, había más de 11.000 personas nacidas en Villacarrillo empadronadas en Tarragona, algo más que la población con la que cuenta ahora mismo el Municipio. En estos años, hemos conseguido evitar las migraciones, pero tenemos un problema con el crecimiento vegetativo, pues no nacen niños. Y eso, no nos engañemos, sólo se puede conseguir si se atrae población joven para trabajar en empresas, como pasa en Murcia, en Madrid o en los Barrios de Tarragona y zona industrial. En Valls, un pueblo más grande que Villacarrillo, tienen tres o cuatro empresas que, solamente, dan empleo directo a más de 4.000 personas.
¿Por qué no, como me decía hace año y medio Pepe Fortuna, no instalamos en nuestros polígonos, por ejemplo, una fábrica de ositos para los bebés, una de chupetes o una de balones de reglamento? ¿Es tan difícil captar capitales y ofrecer ventajas a las personas que ya están cansadas de la capital? Tenemos la ventaja de la naturaleza, buenas infraestructuras y que somos más baratos.
Pienso que el Gobierno central debería apostar por la deslocalización para evitar la tentación que podemos llegar a tener de volver a irnos, de iniciar un viaje de ida que ya no tenga vuelta atrás.