(a Mercedes Barranco)
La Andalucía abandonada se viste de tierra roja, de barro rojo cuando las lluvias, cada vez más escasas y torrenciales, afeitan el humus, arrastrando cualquier esperanza de vida. Es la deuda, el diezmo que Jaén paga desde hace décadas al señor del monocultivo y la superexplotación. Lejos y abandonado queda el olivar tradicional.
El capital mata, primero la tierra de la que se nutre, después la vida digna. El capital deseca los acuíferos, espanta la lluvia fina, llena de maletas los vagones de la emigración, y alimenta el abandono. El capital pone precio, matando todo aquello que tiene valor.
En su juventud, animé a mi hijo a la lectura de Asterix, la aldea gala en la que anidan, amenazados por el Imperio, valores como el amor y el respeto a la tierra, la solidaridad, el bien común, la paz.
Hoy, esa aldea gala tiene su réplica en la falda de un entorno tan bello como abandonado: la Sierra de las Villas. En ella, un nutrido grupo de agricultoras y agricultores orgullosos, amantes de la tierra que los protege, le han plantado cara al Imperio, al de la agricultura intensiva, una guerra de guerrillas de la que cada día salen convencidos de que la victoria final queda aún muy lejos, como la utopía que los mueve.
Pero hoy, uno puede recorrer algunos de los campos de olivares que beben del Guadalquivir y el Aguascebas, y no encontrarse el rojo indigno del terrón, sino una tierra verde y agradecida que, por fin, ha vuelto a dar cobijo a la amalgama de seres que dibujan la vida. Y uno se emociona pensando que esa mancha verde irá creciendo, porque la poción mágica que alimenta a esta gente orgullosa y sabia es el único antídoto que puede derrotar al Imperio. Esa poción no es otra que la educación, la información, la ciencia y el amor a la tierra, a su tierra.
La aldea existe y resiste, como la esperanza. ¿No me creen?