Régimen Abierto

Antonio Avendaño

¡Ay, con lo juancarlista que yo era!

Al rey emérito su pueblo siempre estuvo dispuesto a perdonarle su lujuria, pero no su avaricia. La primera era solo un pecado; la segunda, un delito

El libro ‘Reconciliación’ del rey emérito Juan Carlos I que, tras publicarse en Francia, aparecerá en España en la primera semana de diciembre se publicita editorialmente como un libro de memorias, pero en realidad es un libro de excusas, una apretada relación de disculpas adornada con el reconocimiento esporádico y poco convincente de haber cometido algunos pecadillos propios de “la debilidad de un hombre”.

Al rey emérito Juan Carlos I el pueblo siempre estuvo dispuesto a perdonarle su lujuria, pero no sí su avaricia: la primera era solo un pecado; la segunda, un delito. Los amores adúlteros con Bárbara Rey o Corina Larsen fueron para los españoles apenas un pecado venial, si acaso una falta pero nunca un delito. Por el contrario, los 100 millones que le regaló su “hermano” el sátrapa Abdalá de Arabia Saudí y que él ocultó poniéndolos a buen recaudo en Suiza eran no solo un pecado mortal sino –también, además y sobre todo– un delito fiscal en toda regla ante el cual, por cierto, la Justicia española, operando más como policía patriótica que como justicia constitucional, optó por hacer la vista gorda. Aquellos 100 millones fueron, además de un delito fiscal, una traición al pueblo que lo había encumbrado. Hasta conocerse los sonrojantes detalles de su avaricia, ese pueblo opinaba de Juan Carlos que era un mal marido pero un buen rey; al trascender que el jefe del Estado al que tanto respetaba era multimillonario, se sintió engañado: el perdón, en consecuencia, era imposible.



A quienes durante años sostuvimos, quizá no sin cierto candor, que Juan Carlos I era el primer Borbón que nos había salido bueno en 300 años, no nos quedó otra que comernos una a una nuestras palabras y observar, resignadamente aunque algo abatidos, cómo la sincera simpatía de antaño se tornaba en resentimiento, en despecho, en indignación, ocasionalmente en ira.

Nos ha sucedido con Juan Carlos como a aquel personaje de ‘La niña de tus ojos’, encarnado por Jorge Sanz, a quien, desconociendo su filiación, apalearon sus amigos nazis en el Berlín hitleriano de los años 40: “¡Con lo fascista que yo era, joder!”, se lamentaba el pobre tipo. Justamente eso puede uno mismo decir tras sentirse apaleado por la conducta del emérito: “¡Con lo juancarlista que yo era, joder!”. Inútil pedirle cuentas al propio Juan Carlos: lo que su evasivo libro de memorias deja entrever es que el buen Borbón se siente, en el peor de los casos, un pecador, tal vez un mal marido, pero en ningún caso ni un delincuente ni, por supuesto, un mal rey.

Un jefe de Estado que acepta 100 millones de euros de otro rey, los esconde en un paraíso fiscal, se los traspasa a su amante cuando se descubre la jugada, se los oculta al fisco del Estado cuya máxima magistratura ocupa él mismo, consigna como heredero de tan impropia fortuna a su hijo el rey de España, se ve obligado a poner pies en polvorosa y luego escribe un libro de memorias en el que pasa de puntillas por todo ello, despachándolo como “un error”, un rey que hace todo eso pero no cree haber hecho nada malo es que ha perdido el norte que guió su prudente conducta política durante todas esas décadas en que tantos españoles estábamos convencidos de que Juan Carlos era, en efecto, el primer Borbón que nos había salido bueno en casi tres siglos.

Cuando, incierto, improbable, ocioso lector alguien te pregunte qué opinas de Juan Carlos I, antes de dar una respuesta replica, veloz, tú mismo a tu interlocutor con esta otra pregunta: ¿Qué opino de cuál de ellos? ¿Del jefe de Estado que ofició con inteligencia y esmero de monarca constitucional o del codicioso politicastro que aceptó un regalo de 100 millones de dólares? ¿Del hombre que cimentó su reputación desbaratando un golpe de Estado o del que la destruyó cazando elefantes en Botswana mientras su pueblo lidiaba con la peor crisis económica de la que el país guardaba memoria? ¿Del hombre que en 1975 lo había comprendido todo o del que en 2025 no comprende nada? Aunque de muchísima menor gravedad y alcance, la misma dicotomía vale, por cierto, para no pocos españoles ilustres que, con todo el derecho a ello, han cambiado de filiación ideológica en unos pocos años: ¿que qué pienso de Fernando Savater?, ¿de cuál de ellos?; ¿que qué pienso de Andrés Trapiello?, ¿de cuál de ellos?; ¿que qué pienso de Juan Luis Cebrián?, ¿de cuál de ellos? ¿qué qué pienso, ay, de Felipe González?, ¿de cuál de ellos?