Una de las pocas ventajas de la edad y la experiencia es la posibilidad de atrochar, de no transitar por los caminos marcados. Mientras las rodillas me lo permitan, seguiré atajando por veredas no para llegar antes, sino por el gusto de distanciarme de este mundo trastornado, sin brújula, y perderme entre árboles y arbustos, incluso tropezar con alguna piedra. Cada vez me gusta más disfrutar de la desmesura de la naturaleza y de su eficacia funcional, de la inconcebible lentitud con la que crea belleza, en silencio, ajena a la existencia humana. Cada vez me gusta más disfrutar de la complejidad de una flor oculta, de su aparente sencillez, simplemente observar, no poseer, la posesión real de las cosas me empieza a resultar indiferente.
Otra de las pocas ventajas de la edad es la clarividencia ante muchas situaciones y la tranquilidad o la imperturbabilidad para decir que no o mandar a la mierda lo que a uno no le interesa y quedarse tan ancho, con la satisfacción de alejarse de problemas y vivir en paz. Llega un momento en el que ya no importa ser un perro verde o la oveja negra, esa boquita prestá a la que no le importa decir las cosas a la cara e ir a contracorriente. Eso sí, la edad resta vigor (no sólo físico) y apacigua la altivez (“llaneza, no te encumbres, toda afectación es mala”, se lee en El Quijote), sobre todo cuando uno comprende ciertas verdades de la vida y es consciente de los errores cometidos. Se acentúan entonces tanto el agradecimiento por los aprendizajes como el arrepentimiento por las oportunidades perdidas. A veces, surge un tibio resentimiento, muy desapasionado, por agravios del pasado, incluso los caducos o aparentemente olvidados, heridas que se creían curadas y han cicatrizado mal.
¿A qué viene esta reflexión intempestiva que no lleva a ninguna parte? No, no se trata de un pensamiento súbito, sino que ha ido aflorando tras mucho tiempo de gestación paulatina, hasta que se ha desbordado. Quizás las gotas que colmaron el vaso fueran ver reflejado en la nómina el noveno trienio y, el mismo día, encontrarme a una alumna de mis primeras promociones, cuya cara y nombre había olvidado por completo. Por lo visto la edad también resta memoria, si no llega a llamarme la atención no me habría dado ni cuenta. Eso sí, fue decirme su nombre y un aluvión de recuerdos hizo flash. Aquella adolescente, buena alumna, se ha convertido en toda una mujer con dos hijos que, además, es maestra de profesión. El cariño con el que le explicó a su marido quién era yo y lo que había significado para ella derrumbó todas mis defensas y removió los cimientos de mi ser docente, que atraviesa momentos críticos.
Y es que, a estas alturas, todos los institutos son el mismo instituto. Todas las clases son la misma clase. Todos los alumnos son el mismo alumno. Todos los cursos son el mismo curso. Todos los problemas son el mismo problema. Todas las dudas, miedos e incertidumbres; todas las ilusiones, esperanzas y sueños son las mismas dudas, miedos, incertidumbres, ilusiones, esperanzas y sueños, generación tras generación. Tantos compañeros y compañeras de fatiga, tantos claustros, tantas reuniones, tantas tutorías, tantas evaluaciones, tantas despedidas. Todo ha cambiado y nada ha cambiado. Sólo ha pasado el tiempo y al final, a modo de consuelo, todo será simplemente un recuerdo amable, las decepciones se borrarán, nuestro cerebro primate olvida. Sombra y sueño. Mejor así.
Estoy en ese momento profesional en el que lo veo todo claro, pero no entiendo nada. No me gusta la deriva actual de la docencia (casi indecencia). No entiendo esta visión empresarial de la educación que se está imponiendo de forma sibilina, bajo cánones neoliberales y parámetros económicos que la subyugan y coaccionan. La Educación debería ser el territorio de la libertad, aquella isla de Utopía donde sentirse a salvo, pero sólo es un reflejo, incluso un espejismo, de esta sociedad del rendimiento, en la cual todo es apremiante. No sé si estará sufriendo la transvaloración de los valores de la que hablaba Nietzsche. Escribo y siento que repito ideas y denuncias vertidas en artículos anteriores. Vaya, al final todos los artículos son el mismo artículo.
Me vienen a la mente ahora mis primeros compañeros, veteranos moradores de un instituto histórico de capital, estupefactos ante el rutilante cambio logsiano y aquel procaz niñato que era yo, sin idea de nada, pero muy puesto en la nueva moda (fue una especie de Modernismo vs 98). Ese niñato de antaño es un viejoven hogaño, en otro instituto más histórico aún, cuyos atareados inquilinos tratan de adaptar la esclerótica estructura a la potente musculatura del nuevo desarrollo formativo, lleno de siglas y neologismos, esclavo de la digitalización sin fronteras ni controles. Lo que era la enseñanza y en lo que se está convirtiendo, menuda degeneración. Estoy empezando a estar cansado de luchar contra diabólicos gigantes que no son más que molinos de viento; quizás esté viendo fantasmas o un árbol no me deje ver el bosque.
Hace tiempo que se habla del engaño o estafa de la nueva educación, de la trivialización del conocimiento que acomoda al alumnado, futuros ciudadanos acríticos, y adocena al profesorado, ilustres ignorantes contemporáneos. Me siento hoy como aquel docente incompetente del que escribí hace unos años, pues empiezo a sucumbir ante la implacable Ley Universal del Aprendizaje, pero con una leve variación: no es que no pueda aprender a la misma velocidad que cambia el entorno tecnológico, sino que no sé si quiero hacerlo, al menos hasta que entienda el porqué y puede que entonces ya sea tarde. Mientras tanto, resisto a los seductores cantos de sirena y a las fanfarrias del educamarketing; me niego a exigir menos y aprobar más para no tener problemas o evitar la burocracia; y, sobre todo, me rebelo contra la decadencia acelerada de la materia que amo y su progresiva pérdida de presencia, pese a ser instrumental. Las pantallas siguen arrinconando a los libros y otros idiomas arrinconando al nuestro.
En resumidas cuentas, no me siento un buen profesor (espero reconciliarme algún día), pero sigo luchando por ser un buen profesional y cuestionándolo todo para no acabar siendo un mero funcionario de desarrollo educativo. Con permiso de Félix de Azúa, me siento un docente humillado, con sensación de fracaso e impotencia ante la banalización de la enseñanza actual, donde se fomenta el hacer por hacer y se denosta la reflexión. Ya nadie se para a pensar, no hay tiempo, todo el mundo está muy ocupado participando en cientos de proyectos, programas y actividades complementarias y extraescolares, sin saber por qué ni para qué, por costumbre o por cuanto más, mejor. Se sigue confundiendo la cantidad con la calidad, esto es el imperio de los tramposos e impostores. La educación está vendiendo su alma al peor postor: el ego, la pandemia del ego. Como diría el himno de mis amados Vetusta Morla: “Sálvese quien pueda”.