La próxima vez, desocupado lector, que oigas en la radio un anuncio locutado por alguien, generalmente una mujer joven, que pone voz y tono de buena persona, no es preciso que escuches el anuncio hasta el final: ya te adelanto que el anunciante será un banco o una gran compañía de electricidad, de gas o de las dos cosas.
Como saben que tienen mala fama, bancos y eléctricas intentan compensarla con campañas en las que se disfrazan de santos civiles preocupados por la sostenibilidad, el medio ambiente, el acceso a la vivienda o, más cínicamente, La Gente. Si, en cambio, el anuncio te mete miedo con que cualquier día de estos te entrarán a robar en casa o unos okupas se instalarán impunemente en ella para siempre, tampoco te esperes a que acabe el anuncio: seguro que es de Securitas Direct. Hay publicidades que crean más alarma social que el más negro de los telediarios.
Vienen estas consideraciones a cuenta de la controversia pública sobre si el Gobierno trata bien o trata mal a los grandes empresarios, a algunos de los cuales, por cierto, cabría atribuir el papel de escandalizados profesionales, pues siguen la estela denunciada por Rafael Sánchez Ferlosio, según el cual este no era, como tantas veces se había dicho, un país de envidiosos, sino más bien un país de envidiados, es decir, de gente que, dados sus incontables y autoproclamados méritos, se sentía objeto de envidia, aunque a la hora de la verdad le costase identificar con nombres y apellidos quiénes eran los envidiosos de sus excelsas personas.
Este Gobierno no es enemigo de los empresarios. Ninguno con dos dedos de frente lo es. Eso no impide, sin embargo, que algún que otro ministro o ministra diga alguna que otra tontería de vez en cuando que los adversarios del Ejecutivo interpretan interesadamente como la posición oficial de este sobre la empresa y los empresarios.
Las grandes corporaciones suelen tener cierto peligro no porque quienes las fundaron o las gestionan sean unos facinerosos sin corazón, sino porque son poderosas y el poder, por definición, es peligroso si no se le ponen contrapesos que lo atemperen ni se arbitran controles que lo fiscalicen. Amazon, Google, el Santander o Mercadona tienen peligro porque, además de regirse por la ley de hierro del beneficio, en el ADN de toda gran empresa anida una pulsión irremisiblemente monopolística.
El dinero es codicioso, siempre quiere más dinero, del mismo modo que el poder siempre quiere más poder. De ahí que sea crucial contar con instituciones ideadas para atar en corto a quienes tienen mucho del uno o del otro: porque si no los atamos en corto, son ellos los que, en corto o en largo, acaban atándonos a nosotros. O arruinándonos, como sucedió en la última crisis financiera, en la que aprendimos, a un precio, eso sí, altísimo, que es mejor que los bancos ganen dinero a que lo pierdan porque si lo ganan no pasa nada pero si lo pierden tenemos que pagarlo nosotros. La historia de las crisis financieras no es tanto una historia de codicia descontrolada como de falta de vigilancia, de supervisión y de control.
Salvo los muy concienciados, en general un empresario al uso prefiere contratos temporales a contratos fijos y sueldos bajos a sueldos altos, del mismo modo que el propietario de un piso prefiere poner un alquiler alto a un alquiler bajo. Por eso hacen falta reformas laborales, salarios mínimos interprofesionales, comités de empresa o leyes contra los abusos de los caseros, no porque patrones y propietarios inmobiliarios sean gente mala o codiciosa, sino porque la lógica de todo negocio es ser lo más rentable posible, rentable más allá y por encima incluso del buen corazón de su titular. Los empresarios o los caseros dispuestos a ganar menos por propia voluntad mientras sus competidores se forran no son, como decía Borges de quienes aman a sus enemigos, hombres sino santos. Y la santidad siempre ha sido una virtud demasiado excelsa para frecuentar el impío corazón de los hombres.