Régimen Abierto

Antonio Avendaño

Imputado, investigado, puteado

Lo aterrador no es tanto la sentencia como el tortuoso viacrucis hasta ella; a efectos políticos y mediáticos un investigado es tan culpable como un condenado

Lo ha resumido con acierto la exconsejera de Economía de la Junta de Andalucía Magdalena Álvarez: “Hemos estado no bajo sospecha, sino bajo condena”. Álvarez reaccionaba así a la sentencia sobre el caso de los ERE del Tribunal Constitucional, conocida esta semana, que estima casi en su totalidad su recurso contra la condena de nueve años de inhabilitación por el delito de prevaricación que le impuso la Audiencia de Sevilla en 2019 y ratificó el Tribunal Supremo tres años después.

En contra del criterio de ambos tribunales, el Constitucional entiende que la elaboración y remisión al Parlamento de los proyectos y anteproyectos de Ley de Presupuestos, en las que participó activamente Álvarez, no eran actos administrativos sino políticos y, por tanto, no podían estar sujetos a la jurisdicción penal. Un tribunal penal, viene a decir el Constitucional, no puede declarar ilegal una ley: tal cosa solo puede hacerla o bien el TC o bien la jurisdicción de lo contencioso administrativo, pero ningún partido de la oposición ni ningún otro actor civil o político recurrió a ninguna de esas instancias las leyes de Presupuestos por cuya elaboración y presentación a la Cámara fueron condenados Álvarez y otros destacados miembros del Gobierno andaluz, entre ellos los expresidentes Manuel Chaves y José Antonio Griñán.

Aunque tiempo habrá de analizar la sentencia exculpatoria de Álvarez cuando se haga pública en su integridad, pues por ahora solo se ha difundido la nota informativa del TC comunicando el fallo del tribunal de garantías, es oportuna una reflexión de alcance más general sobre la devastación personal, familiar, laboral y política que sufre no cualquier personaje público en general sino más bien cualquier personaje público dedicado a la política que se ve en el trance de estar investigado por la justicia. Da pie a ello la certera síntesis de Magdalena Álvarez -“Hemos estado no bajo sospecha, sino bajo condena”- que suscribirían a ojos cerrados quienes, militaran en la izquierda o lo hicieran la derecha, han tenido la desgracia de ser investigados.



Para la política y el periodismo, un investigado es igual de culpable que un imputado, si bien con una importante diferencia: la condena judicial es noticia un día, mientras que la condena política y la condena periodística suelen prolongarse durante meses o años. En el caso de Magdalena Álvarez, unos diez años.

Dado que la instrucción judicial suele ser larga y puntillosa, al retransmitirse sus avances prácticamente en tiempo real el investigado sufre durante todo ese tiempo la pena de telediario, que no está recogida en el Código Penal pero que no es menos desgarradora y lacerante que muchas de las incluidas en él: el pobre investigado aparece una otra vez en los periódicos durante tanto tiempo que esa avalancha interminable de titulares que lo señalan como culpable aunque no lo sea relega a la insignificancia la solitaria noticia que informa de la sentencia, sobre todo si es absolutoria pero también incluso si es condenatoria. En ambos casos, los medios se ocupan del fallo judicial durante uno, dos o tres días como mucho: si el procesado es declarado culpable, la noticia de su condena es solo una más de las innumerables que durante años lo han señalado como tal aunque no lo fuera; si resulta ser inocente, la noticia del fallo judicial proclamará su inocencia pero no reparará su reputación, que permanecerá dañada durante mucho tiempo.

Un titular puede destruir una reputación, pero no puede repararla. Otra vez Magdalena, en declaraciones elDiario.es: “Es imposible que restituyan 15 años de tu vida, donde se pone en cuestión tu honradez y llegan a decir que has prevaricado. No solo no he pasado nunca la raya, es que ni me he acercado. Es duro que te condenen por algo que no has hecho y psicológicamente te machaca mucho. ¿Quién va a restituir a mi familia, o me va a restituir profesionalmente a mí, cuando yo dimití como vicepresidenta del Banco de Europeo de Inversiones, que era un cargo que me encantaba? ¿Cuántas oportunidades personales he tenido que dejar pasar?”.

Demasiadas veces, lo escalofriante, lo aterrador no es tanto la sentencia como el tortuoso viacrucis que conduce a ella. Es más: un investigado es, a efectos políticos y mediáticos, igual de culpable que un condenado. Para la política y el periodismo no es un inocente bajo sospecha, sino un sospechoso que si no es declarado culpable será porque jueces, fiscales y policías han hecho mal su trabajo, pero no porque de verdad sea inocente. Si el investigado es culpable, la reacción general es esta: “¿Lo ves? Ya lo decía yo”; si, por el contrario, el procesado es absuelto, la reacción viene a ser esta otra: “Vale, bien, pero cuando el río suena… Si el río mediático, político y judicial ha hecho ruido durante tantos meses o años, será por algo, ¿no?”.

Sustituir la palabra ‘imputado’ por la palabra ‘investigado’ no ha servido de nada. La idea era aligerar el peso de culpabilidad que arrastra la palabra ‘imputado’: se suponía que ‘investigado’ era una palabra menos cargada de connotaciones negativas de culpabilidad. No era así. Y no porque, diccionario en mano, no sea cierto que ‘investigado’ es palabra suena más aséptica que ‘imputado’ sino porque políticos y periodistas, administradores del espacio público y, por tanto, del significado efectivo de las palabras, hemos optado por seguir dando a ‘investigado’ el mismo ominoso significado que a ‘imputado’.

¿Quién cree hoy en la inocencia del expresidente valenciano Francisco Camps después de haber estado durante años señalado como culpable? Prácticamente nadie. Ni siquiera su propio partido. Igualmente, para millones de españoles el nombre de Begoña Gómez nunca quedará limpio del todo. Solo si un día mandara a tomar viento al rabioso ‘Perro’ que tiene por marido, le quedaría alguna posibilidad de recuperar su buen nombre entre toda esa gente. Solo entonces se sabría que la pobre había sido una víctima más del ‘poder del perro’, que, naturalmente, la habría instrumentalizado sin compasión mantenerse en el poder.

Por cierto y para terminar: lo más singularmente vejatorio de todo este maldito asunto es que el mismo periodismo bocachancla que no ha cesado de señalar alegremente a troche y moche culpables que no lo eran es luego el primero en preguntarse, dándose golpes de pecho, por qué hay tanto bocachancla suelto.