Régimen Abierto

Antonio Avendaño

Memoria de Raphael

La concesión por la Universidad de Jaén del título de ‘doctor honoris causa’ al cantante de Linares habría sido imposible 40 años atrás

 Memoria de Raphael

Raphael.

Hace 40 años no habría sido posible, ni seguramente deseable, que una universidad otorgara al cantante Raphael la distinción de ‘doctor honoris causa’. Aunque faltaban otros 20 para que retumbaran por todo el país los tambores mensajeros de la Memoria Histórica, todavía estaba muy fresca en la conciencia colectiva la connivencia de muchos personajes públicos de la política, las artes y las letras con el régimen franquista.

De hecho, Raphael nunca olvidaría la fatídica noche del 1 de septiembre de 1977, cuando fue recibido con pedradas y tomatazos en el escenario de la ciudad de Albacete donde estaba prevista su actuación en el marco de los llamados Festivales de España. Haber sido el cantante preferido Carmen Polo de Franco, haber actuado en El Pardo y no haber salido nunca de su boca, ni siquiera después del 20 de noviembre de 1975, una palabra de reproche al dictador cuyas manos estaban inequívocamente manchadas de sangre, de mucha sangre, eran entonces argumentos de peso para poner al artista en cuarentena. El tiempo acabaría siendo indulgente con las sombras del pasado y con quienes, de una forma u otra, habían morado cómodamente bajo ellas.



Hoy, la decisión de la Universidad de Jaén de otorgarle tal dignidad al artista de Linares no solo no genera controversia, sino que concita por fortuna un aplauso prácticamente unánime. El solemne acto será el 2 de diciembre. Más de 300 discos de oro y casi 50 de platino avalan la trayectoria abrumadoramente exitosa de Rafael Martos Sánchez, a lo cual debe añadirse que a Jaén no le sobran talentos artísticos de tal universalidad y envergadura: bien está, pues, que la provincia se afane en seguir pagando la deuda contraída con quien ha llevado hasta las geografías más remotas su nombre y el de Linares.

A Raphael se le puede, con toda razón, reprochar no haber sido antifranquista, pero en absoluto haber sido franquista. O, en todo caso, se le puede reprochar haberlo sido a la manera familiar, periférica y vagamente cándida en que lo fue aquel niño de posguerra que con tanto talento retrató el primer Francisco Umbral en sus memorables ‘Memorias de un niño de derechas’.

Sabemos cómo era de grande la España franquista porque era la única visible, pero también sospechamos que el tamaño que se le atribuía era inevitablemente engañoso: de hecho, solo empezamos a conocerlo cuando se abrieron las urnas y la gente volvió a votar libremente. Entonces se demostró que el franquismo militante (la Fuerza Nueva de Blas Piñar) era residual y que el franquismo templado (la Alianza Popular de Manuel Fraga) era significativo pero minoritario. En la masa de votantes de la entonces mayoritaria UCD sí había, por supuesto, una buena presencia de franquismo contingente y de baja intensidad, pero, como habría de demostrar repetidamente el ciclo electoral inaugurado en 1982, se trataba ciertamente de un franquismo un poco avergonzado de haberlo sido y bastante deseoso de dejar de serlo.

Una interpretación sectaria y literal del concepto de memoria histórica seguramente habría expulsado a Raphael a las tinieblas habitadas por quienes, no sin razón, jamás merecieron que se pusiera su nombre a una calle o una plaza. La mayoría de quienes atacan o desprecian la idea misma de Memoria Histórica son, como cabía esperar, personas explícitamente de derechas, pero también las hay que, estando de acuerdo con el espíritu de dignificación, reparación y justicia que entraña el movimiento memorialista, reprochan a sus valedores su obsesión por imponer un relato unidimensional de la República y la Guerra Civil y, de paso, aunque quizá no solo de paso, aprovechan la ocasión para golpear con el palo de la bandera tricolor el lomo y las costillas de cargos públicos, dirigentes y militantes del Partido Popular.

No supieron o no quisieron los promotores de la memoria histórica acotar el alcance de esta circunscribiéndola a la estricta y sobradamente justa y justificada recuperación de los restos de las decenas de miles de asesinados impunemente durante la guerra y la dictadura, equiparándolos así a aquellos asesinados impunemente por el bando republicano durante la contienda que sí reposaban desde primera hora en tumbas dignas y con los honores debidos a su condición de víctimas. Ciertos promotores de la memoria histórica siguen pensando demasiado en el presente utilizando el pasado como excusa.

España, la España de izquierdas le perdonó a Raphael no en los primeros compases de la Transición, pero sí en una fecha nada tardía sus coqueteos con el franquismo. Y lo hizo en primer lugar porque, aunque explícitos, tales escarceos habían sido políticamente irrelevantes y bastante circunstanciales, pero lo hizo sobre todo todo porque con ese temprano perdón se estaba perdonando a sí misma: estaba perdonando, disculpando u olvidando ese franquismo sociológico que durante años había anidado sigilosamente en los corazones de muchos de quienes acabarían siendo votantes de la propia izquierda. Eso no significa que no existiera, como gustan de imaginar las derechas asilvestradas, una España nítida y valientemente antifranquista, claro que existía, siempre existió, lo que pasa es que era imposible medir su peso, su alcance, su energía y su tamaño sencillamente porque la España franquista la obligaba a la clandestinidad y el silencio, so pena de encarcelarla sin contemplaciones si no permanecía dócil, invisible y muda.

El franquismo no fuimos todos, claro, pero sí muchos. Pero sí demasiados. Esa es, ciertamente, una de las señas de nuestra identidad y también uno de los estigmas de nuestra vergüenza. Distinciones como esta que la UJA otorgará a quien, por otra parte, tanto lo merece personalmente ayudan un poco a sobrellevar los ultrajes e injurias que en un pasado no tan lejano este país cometió contra sí mismo.