Abierto por derribo

Manuel Madrid Delgado

El valor de los principios

Tengamos presente el ejemplo de Allende en estos días turbios en los que nos dicen que todo vale

Los momentos de la Historia en los que todo vale, son esos momentos fatales en los que todo ha perdido su valor. Y entonces, las sociedades se adentran por una espiral de autodestrucción adobada con los peores fantasmas de su pasado. ¿Qué más da lo que suceda si para todo lo que pueda suceder hay una justificación o se tiene a mano un enemigo sobre el que cargar la culpa? ¿Qué más da lo que se diga si todo lo dicho puede desdecirse en sentido radicalmente contrario para adaptarlo a una circunstancia cambiante? ¿Qué valor tienen las cosas importantes si se pueden poner en almoneda para pagar peajes que atornillen en los cargos? Si todo vale es porque nada vale. Y entonces, los colectivos se debilitan: porque al destruir los valores primarios del armazón colectivo, solamente sirven ya a sus intereses personales más oscuros quienes debían sostener fuertes los pilares de las instituciones para la construcción, sobre ellos, de la justicia social en el horizonte de la Libertad, la Igualdad y la Solidaridad.

Frente a ese relativismo que nos destruye, tenemos que afirmar el valor de los principios: el valor de la palabra dada y comprometida, el valor del honor personal, el valor de la consecuencia con aquello que se dice creer. Frente a los desoladores ejemplos que nos rodean de deslealtad política e institucional, cabe alzar hoy la lealtad moral que hasta el último instante mostró el Presidente Allende: porque ilustra como pocas el altísimo valor de los principios éticos y de la palabra dada a los ciudadanos, el valor del compromiso político fundamentado en la lealtad a unas ideas y en unas instituciones.



A finales de agosto de 1973, Allende envió una respuesta al Congreso chileno, en el que la Democracia Cristiana se había sumado al intento de la extrema derecha de hacer caer al gobierno de la Unidad Popular al precio que fuera. Dejo claro entonces, y era cierto, que su gobierno había respetado las leyes “en todo momento”. Y, convencido como estaba de la necesidad de preservar el Estado de Derecho como fundamento de la convivencia nacional, sentenció que “el Estado de Derecho se realiza plenamente sólo en la medida en que se superan las desigualdades propias de una sociedad capitalista”. Ciertamente, frente a la igualdad ante la ley que la derecha (la chilena de entonces y la española de hoy) hace degenerar en puro formalismo sin virtualidad material, Allende apostaba por la profundización del Estado de Derecho en el sentido de materializar igualdades materiales, sociales, que convirtieran en real la igualdad jurídica. En aquel discurso solicitó expresamente la colaboración de los sectores democráticos de la oposición para frenar “la formidable ofensiva que se ha desencadenado” y que “atenta directamente a la democracia y al régimen de derecho”. Y deja claro que para él es un deber patriótico “asumir y utilizar los plenos poderes políticos y administrativos que me otorga la Constitución en mi calidad de jefe supremo de la nación”.

A poco menos de dos semanas del golpe de Estado, Allende se encontraba asediado por una extrema derecha y una derecha dispuestas a todo para hacer caer su gobierno. Pero también estaba acorralado por una Unidad Popular que en lugar de cerrar filas alrededor del Presidente, no hacía sino animarlo constantemente a que rebasara la legalidad y armara guerrillas populares que hicieran frente a los envites de la reacción diseñada, financiada y armada por la CIA. Allende denunció lo primero y se negó a lo segundo.

El 11 de septiembre de 1973, Allende iba a dirigirse a la nación para anunciar un referéndum acerca de su asunción de los poderes extraordinarios que la Constitución le otorgaba en situaciones de crisis. Los generales capitaneados por Pinochet aceleraron el golpe para evitar el último gesto democrático de Allende, su última manifestación de escrupuloso respeto por el imperio de la ley, por la institucionalidad democrática de Chile. Es fácil imaginar el amargor profundo de Allende, en La Moneda, cuando tuvo la certeza de estar solo, profundamente solo, y de que su ideal de transformar la sociedad por las vías democráticas, había fracasado. Tal debió ser su amargor que cuando se presentaron en el palacio presidencial los representantes de la Unidad Popular que habían reclamado la ruptura de los principios legales para frenar a la reacción, un desolado Allende les responde: “Vosotros siempre habéis sabido lo que había que hacer. Hacedlo ahora”. No creo que haya, en toda la historia de las ideas, un juicio más sumario y más certero contra las efusiones y las certezas de los populismos de la izquierda. De esos permanentes vendedores de eficacia revolucionaria, dijo Camus que eran “censores que nunca hicieron otra cosa que colocar sus sillones en el sentido de la historia".

A las 9:03 de la mañana, Allende se dirige por cuarta vez a sus compatriotas y les deja claro que pagará con su vida “la defensa de los principios tan queridos por mi patria”: esos principios eran los propios de un sistema constitucional asentado y eficaz. En su última alocución, desde Radio Magallanes, minutos antes de que La Moneda sea bombardeada, Salvador Allende le dice a su conciencia, a su pueblo y a todos nosotros, que él no ha sido nada más que un hombre “que ha comprometido su palabra en respetar la Constitución y la ley, y que la ha cumplido”. Para entonces debía tener absolutamente claro que si no hubiera cumplido la palabra dada, que si hubiera estirado la Constitución chilena para adaptarla a las visiones de los sectores radicales de la Unidad Popular, que si hubiera trampeado la ley, tal vez hubiera podido perpetuarse en el cargo presidencial. Pero estoy convencido de que también tenía claro que ese precio (el de la traición a la palabra comprometida y a la conciencia personal) no estuvo nunca dispuesto a pagarlo: ni aún asediado por las bombas de Pinochet. Porque Allende sabía que, dado el altísimo valor democrático del orden constitucional chileno, no todo podía valer para decir salvarlo.

Un poco antes del sacrificio de Allende, en 1969, Václav Havel había escrito que cuando se priva a las personas de una última seguridad o de una última confianza en el honor humano, se produce la pérdida de todos los valores morales y la sociedad se pone en el camino de encumbrar “el egoísmo, la adaptabilidad, el arribismo y la indiferencia ante los destinos de los demás”. El que después fue Presidente de Checoslovaquia, tenía claro que “hay que decir la verdad, insistir en ella y rechazar todo lo que pretenda ponerla patas arriba”. Porque “la victoria moral puede convertirse más tarde en victoria real, mientras que la pérdida moral jamás lo hace”.

En estos tiempos nuestros, en los que la palabra dada no vale nada y adelgaza lo que sea necesario para colar por la rendija de las circunstancias, bien cabe tener presente que la lealdad sin fisuras de Allende al juramento constitucional que había realizado fue, desde aquella mañana terrible de septiembre de 1973, una victoria real de todos los ideales de la democracia, de la libertad, del Estado de Derecho, del imperio de la ley. Porque Allende sabía que, sin ese armazón básico, que es el primer anillo defensivo de los que nacen sin privilegios, no se podría abundar en la justicia social. Gracias a Allende y a Havel sabemos que no todo vale para amarrarse el poder, que no se puede estirar impunemente el aparato de las instituciones sin causarles perjuicio y sin destruir su reputación y sus altos fines éticos, sociales y políticos. Y que al final, si uno cede en el honor y en el compromiso, si uno empaña la palabra dada, lo que consigue en realidad es que ganen los que carecen de honor y los que han entendido siempre que hay fines (sus fines) que justifican cualquier medio.

Tengamos presente el ejemplo de Allende en estos días turbios en los que nos dicen que todo vale, precisamente porque lo único que les vale son sus cargos.