Los puentes y los muros
No va a quedar más remedio que darle la razón al poeta cuando decía que, de todas las historias de la Historia, la más triste es la de España
España no se va a hundir mañana, ni mañana se va a desintegrar el orden constitucional. Esas banalizaciones de la dictadura y del totalitarismo que le estamos oyendo estos días a la juanadearco de la derecha, son tan peligrosas como la banalización del fascismo que los héroes de la izquierda llevan practicando tantos años. Esa certeza de que no se hunden ni la Nación ni la Constitución, no significa, sin embargo, que no debamos sentir estupor cívico y tristeza política, que adquieren tintes de desolación ilimitada entre los españoles de izquierdas; esos que, por primera vez en doscientos años, estamos completamente huérfanos política e ideológicamente. La preocupación es lógica y está justificada, sobre todo, digo, para los ciudadanos realmente progresistas.
Preocupación, como progresistas, que debemos tener por el coste social que implican los pactos del PSOE con los nacionalismos vasco y catalán; pactos que, de ejecutarse, supondrán el troceamiento de las herramientas necesarias para la solidaridad y la justicia social: la Seguridad Social, la Agencia Tributaria. Si ya las políticas de redistribución de renta y de lucha contra la desigualdad llegaban a esta hora de nuestra historia heridas por muchos años de políticas neoliberales, los acuerdos para la investidura de Sánchez las dejan heridas de muerte. ¿Qué hay de progresista (especialmente en un país donde la pobreza no ha dejado de crecer aunque ya no se hable de ella: curioso) en repartir la caja de la Seguridad Social o en parcelar el sistema tributario?
Preocupación, claro, que también debemos sentir como ciudadanos: por el coste institucional que supondrá la ley de amnistía, que en sí misma es una derrota de la fortaleza institucional del Estado democrático y de Derecho y de sus altas razones políticas. Coste que se incrementa con la posibilidad de constituir comisiones de investigación del Congreso de los Diputados que actúen como Comité de Salud Pública encargado de meter en cintura a los órganos judiciales, sobre los que se lleva tiempo expandiendo una interesada sospecha de fascismo que el “lawfare” no hace sino cristalizar como cierta. Y, no lo olvidemos, esta andanada contra el entramado institucional del Estado llega después de que tanto el PSOE como el PP no hayan tenido pudor, año tras año, en convertir los órganos del Estado en instrumentos a sus órdenes: no creo que ningún ciudadano medianamente sensato tengan ninguna duda de a qué amos sirven el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional. No, desde luego, al orden constitucional. “A Conde Pumpido lo ha puesto ahí el PSOE y dirá que la amnistía es constitucional y lo que haga falta”: no lo dice Abascal, lo dice Pablo Iglesias.
Los riesgos de los pactos de Sánchez caen sobre un terreno social abonado para la división y sobre un entramado institucional podrido por el partidismo. Y hay quienes están sabiendo aprovechar la oportunidad que para sus proyectos presentan esas debilidades de nuestro sistema político: a nadie engañan, y eso hay que reconocérselo, ni los partidos independentistas ni la izquierda identitaria y plurinacional, que saben que el paso dado por el PSOE debilita hasta la extenuación al régimen político de 1978.
En este sentido, cabe detenerse en unas reflexiones que Pablo Iglesias hacía el primer día del debate de investidura. Dijo entonces: “Hoy muere la Transición”. Y lo que quería decir es que la correlación de fuerzas que sostienen al nuevo Gobierno de la Nación, implica el inicio de una mutación del Estado: el Estado Español ha empezado a vestirse una ropa nueva, que aún no sabemos cuál es, aunque lo intuyamos. El plan de futuro de estas fuerzas es claro: “Lo que viene ahora es una situación completamente nueva”, y en ella, Iglesias (y todo el ámbito de la izquierda y los nacionalismos) apuesta por “un modelo confederal en el que las reglas de funcionamiento van a ser completamente distintas”. La mutación política de un partido constitucional abre una ventana gigante para cambiar el modelo de Estado, dejando fuera de él a todo el país que no se identifique con ese proyecto, o sea, a todas las derechas y a cientos de miles de españoles materialmente progresistas. Pero no importa el coste social del modelo: “En esta legislatura habrá que limpiar de fachas el CGPJ. (…) El nuevo CGPJ no debería tener ningún vocal del PP. (…) La izquierda (Iglesias incluye aquí a todos los nacionalistas) debe ocupar las posiciones estratégicas del Estado”. Se apuesta por volver en nuestra historia a un modelo de parte que supera la concordia y hace del enfrentamiento ideológico sin concesiones el centro de la convivencia, un modelo en el que una parte del país (los buenos) se impone sobre la otra (los malos). Es lo que siempre ha buscado y defendido el ideario de Pablo Iglesias, inspirado en el populismo de Ernesto Laclau.
Cuando la indignación ciudadana llenó las plazas de España en mayo de 2011, el grupo de Pablo Iglesias tuvo la intuición y la capacidad de adueñarse de aquella inmensa fuerza moral surgida de la desesperación social. Y comenzó a transformarla en un cuestionamiento del pacto político basado en la Concordia y la Reconciliación Nacional que hizo posible lo que ellos llamaban, despectivamente, “Régimen del 78”. Ahora, por fin, Pablo Iglesias se ve cerca de conseguir sus objetivos: “Que la gente se vaya olvidando de las fotos de Fraga, Carrillo, Felipe González… todos allí de acuerdo. (…) Todo ese mundo ha terminado y estamos en un contexto mucho más parecido a la España del siglo XIX.”
La España del siglo XIX como aspiración: es ahí donde reside el verdadero dramatismo de esta hora histórica. Porque el PSOE ha volado los puentes de la Reconciliación Nacional y apuesta por la construcción de muros, sustituyendo el concepto de adversario político por el de enemigo. “En la Transición nos propusimos todos los españoles la reconciliación definitiva y quisimos acabar con el mito de las dos Españas, siempre excluyentes y permanentemente enfrentadas”, dijo Adolfo Suárez, justo antes de darle todo el valor que tenía al hecho de que, en ese momento, nuestros padres fueron capaces de reconocer y de comprender al distinto, al diferente, al otro español, que ni piensa ni siente como yo y que, sin embargo, “no es mi enemigo sino mi complementario, el que complementa mi propio yo como ciudadano y como español”. No España y no es la Constitución lo que se han roto el jueves: pero sí, posiblemente, se ha resquebrajado irremediablemente el orden de la convivencia conseguido tras doscientos años de cárceles llenas de presos políticos, de exiliados por sus ideas y de unas leyes fundadas sobre el privilegio, la fuerza y la imposición irracional.
Estoy convencido de que ahora que se le vuelven a inyectar dosis insanas de “dramatismo y ficción a la política” iremos asistiendo a un progresivo deterioro de las relaciones sociales y de la convivencia, que afectará incluso a las redes de amigos y a las familias. El sueño de la izquierda rupturista sólo se puede conseguir si las personas se hiper-ideologizan y sólo entienden su relación con el mundo desde el juicio negativo de los que piensan o sienten diferente. La relación sólo será válida si es entre los iluminados por una misma ortodoxia, entre los arrebatados de las nuevas purezas.
Si en la Transición se consiguió en doscientos días lo que no se había conseguido en doscientos años (Suárez dixit), puede que ahora (asistiendo al desmontaje del Estado fundado en la Reconciliación Nacional) tardemos cuatro años en desmontar la obra de bienestar y libertades conseguidas durante cuarenta y cinco. Eso es lo que implica la celebrada vuelta a la España del siglo XIX: desmontar el Estado Social y Democrático de Derecho, tan trabajosamente conseguido, y sustituirlo por un modelo territorial inspirado en los fueros del absolutismo, sustentado en la desigualdad y el privilegio; finalizar el proyecto de hacer del imperio de la ley una herramienta para la Libertad, la Igualdad y la Solidaridad; romper con la primera Constitución de nuestra historia fruto del consenso, para sustituirla por otra (otra más) de parte y de partido. Nada tiene de progresista este retroceso feroz, que en sus tumbas estará espantando a los constitucionalistas de 1812, de 1869 y de 1931, a Giner de los Ríos, a Antonio Machado, a Ortega, a Fernando de los Ríos, a Julián Zugazagoitia, a Juan Negrín, a Clara Campoamor, a tantos y tantos hombres y mujeres como dieron lo mejor de sus vidas para que en España hubiera un sistema político como el que ahora estorba a los paladines de la identidad y el plurinacionalismo.
La generación de nuestros abuelos fue la que cavó trincheras. La generación de nuestros padres, construyó los puentes para poder cruzar las trincheras sin enfangarnos en el barro y en la sangre. La nuestra, reconociéndose más como nieta de la Guerra Civil que como hija de la Transición, se ha empeñado en levantar muros: y ya sabemos la triste finalidad que los muros han tenido en nuestra historia.
Al final, no va a quedar más remedio que darle la razón al poeta cuando decía que, de todas las historias de la Historia, la más triste es la de España. Porque termina mal.