Abierto por derribo

Manuel Madrid Delgado

La lección de Gutiérrez Caba

¿Es Emilio Gutiérrez Caba el último actor clásico del teatro español?

 La lección de Gutiérrez Caba

Emilio Gutiérrez Caba.

Esta noche en Úbeda, se le entrega a Emilio Gutiérrez Caba el Premio Nacional de Teatro que lleva el nombre de Antero Guardia. Y es, sin duda, un reconocimiento más que merecido. Por lo que significa la trayectoria artística de Gutiérrez Caba, heredero de una dinastía imprescindible del teatro español. Pero también por lo que nos ofrece la lección vital y moral de este hombre que ha conseguido que los personajes y el personaje no ahoguen a la persona.

                Vivimos tiempos en los que todo parece valer porque todo puede venderse. Vivimos tiempos en los que, con Pérez Galdós, podríamos decir que la melancolía “invade y deprime el alma española de algún tiempo acá, posada sobre ella como una opaca pesadumbre”. Y en estos días, se agigantan las figuras artísticas y humanas como la de Gutiérrez Caba, que adquieren una dimensión ética.



                Hay en la dimensión artística de Emilio Gutiérrez Caba dos términos que lo definen, precisando sus perfiles: el magisterio, el clasicismo. Magisterio porque en el ejercicio de su oficio ha dejado la lección de que el actor es que pone todo el cuerpo, todo el espíritu, para poder adentrarse en los personajes que otros escribieron. Y lo hace hasta el punto de adueñarse de los personajes y hacerlos suyos, fundiéndolos con su persona, que se acrecienta así en una verdad artística que no se siente sometida a más dictado que el cumplimiento de una tarea encomendada para la belleza y para la verdad.

                A esta cima, Emilio ha llegado asumiendo como propia la herencia de los clásicos, muy particularmente de nuestros clásicos. En su voz, en su gesto contenido, en su ausencia de estridencias, en la fidelidad al espíritu con el que el personaje fue concebido por su autor, los espectadores hemos asistido a la manifestación de un modo de lealtad artística que entronca con lo mejor de nuestra tradición teatral. ¿Es, Emilio Gutiérrez Caba, el último actor clásico del teatro español? No sé; pero tengo la certeza de que en él resuenan como en ningún otro de los vivos, los ecos mejores de Lope, de Valle, de Lorca, de Buero…, de todo ese teatro tremendamente popular que fue el divertimento y el estremecimiento de docenas de generaciones de españoles que se asomaban a los corrales de comedias, a los coliseos decimonónicos y a los teatros, para sorprenderse con el misterio, enamorarse con los amores y reírse con los enredos. Y es ahí donde el contenido gesto de Gutiérrez Caba, esa palabra limpia de su voz, le da la razón a Ionesco cuando afirmaba que si el teatro tiene que servir para algo es para enseñar a la gente que hay cosas que no sirven para nada y que, sin embargo, no pueden dejar de existir.

En este tiempo de derribo y almoneda de todo lo importante, cabe preguntarnos si seguirá existiendo el teatro cuando el mundo a través de las pantallas haya colonizado toda forma de inteligencia, de emoción, de relación humana. ¿Para qué sirve el teatro en el siglo XXI?  Pues realmente para nada. Si es para divertir, las tecnologías nos sirven en nuestras casas mil divertimentos tan inmediatos como fugaces. Si es para emocionarnos, las plataformas nos brindan mil series lacrimógenas que pasan sin profundizar. Si es para rebelarnos, ahí fuera abundan mil discursos hueros que brindan tres revoluciones por segundo y que pretenden cambiar el mundo a golpes de like en el Facebook o de puñetazos en el antiguo Twitter. ¿Para que sirve el teatro en el siglo XXI? ¿Para nada? Pues precisamente por eso es más necesario que nunca: porque, ya nos los advirtió Nurcio Ordine, nada va siendo más útil que lo inútil en estos tiempos de galopante vacío existencial, donde todo vale porque nada vale, donde la palabra se deshace en las circunstancias y lo imperecedero dura lo que dura un pantallazo del móvil.

Frente a ese deshacimiento del mundo, frente a los mil derrumbamientos que nos acechan, el teatro nos amarra a una certeza: hay cosas que merecen la pena, porque hay cosas que no están condenadas al dictado de la competitividad, o de la utilidad, o del mercado. La belleza sigue siendo necesaria, porque si la belleza desaparece, triunfa el mal. La filosofía sigue siendo necesaria, porque sigue siendo necesario interrogarse sobre Dios, sobre la muerte, sobre la vida, sobre el amor. El teatro sigue siendo necesario: porque nada puede brindar ese calambre de emoción que recorre el patio de butacas cuando los personajes se atraviesan con la voz, con el cuerpo, con la personalidad entera del actor o de la actriz.

Y todo eso nos lo ha enseñado Gutiérrez Caba, que ha convertido su vida y su oficio en una justificación del teatro, que ese arte que pone delante de nuestros ojos la realidad desnuda de la persona, de sus miserias, de sus grandezas, de sus horizontes inabarcables y de sus límites fatales. Eso nos lo enseña el teatro, como nos lo ha enseñado la poesía, la filosofía, Bach y Beethoven, la novela o la liturgia religiosa. Y no podrán, nunca, conseguirlo ni los móviles ni las tablets ni las series enlatadas en clichés fijados por inteligencias artificiales, que conjugan algoritmos para descifrar los entretenimientos con los que tener enganchadas nuestra mentes, cada vez más vacías. Productos sin alma que sueñan con vaciar los teatros, porque nada es más terrible para la idiotez que pregonan que la verdad emocionada que electriza las salas en las noches memorables.

Y de todo eso resulta un magisterio ético, insobornable a los cantos de las sirenas que nos dicen que poner patas arriba unas convicciones que no se tienen se puede disfrazar de cambio de opinión. Yo creo que ese punto en el que confluyen el magisterio y el clasicismo de Emilio Gutiérrez Caba es una forma precisa de fidelidad sostenida por la capacidad de mirar a los ojos del otro, sabiendo ver en ese fondo insobornable una verdad, su verdad.  ¿Hay persona si no hay verdad dentro? Hace unas semanas, el actor se indignaba porque cada vez hay más personas que no miran a los ojos: y renunciamos a mirar, pienso yo, porque en este tiempo de vacíos y de certezas gaseosas, abruma el abismo que encontramos en los ojos de otras personas. Y hay que ser valiente para mirar dentro, para asomarse a esa sima llena de tantas cosas terribles y luminosas. Pero Emilio se opone a la oquedad del coro de los grillos sosteniendo la mirada, teniendo siempre el coraje de mirar a los ojos, de asomarse a los ojos: a los ojos de sus personajes para poder darles vida, a los ojos de su público para poder darles emociones. ¿No será eso lo que tendremos que agradecerle siempre a este actor de todos los tiempos?, ¿el haber sabido mirarnos desde el escenario para verter en nuestra miradas lo que él había encontrado en los ojos de tus personajes?

                Hoy en Úbeda, se le dan las gracias a Emilio Gutiérrez Caba entregándole un premio con perfil de bronce “hitchcockiano”.