Abierto por derribo

Manuel Madrid

Hermana muerte

Los primeros días de noviembre vienen cargados con un aire funeral

Que la muerte goce de mala fama, es algo esperable. Lo raro hubiera sido que, a lo largo de la historia, se hubiera hablado bien sobre ella, aunque no faltan, cierto es, poemas que nos dicen sobre su belleza: “La muerte es lo más hermoso del mundo”, dijo Chavela Vargas; y, más acertadamente, Víctor Hugo señaló que “la belleza y la muerte son dos cosas profundas, (…) dos hermanas terribles a la par que fecundas”. Fuere como fuere, lo cierto que es que esa mala fama de la muerte se ha trastocado en este tiempo nuestro en indiferencia, como si ocultándola, como si tapándola, pudiésemos negar su cegadora realidad, que todo termina abrasándolo.

Los primeros días de noviembre vienen cargados con un aire funeral. Son los días en los que los cementerios hacen relucir toda la fuerza de su mensaje y humillan la soberbia del mundo postmoderno: sumaremos inteligencias artificiales, sumaremos máquinas, sumaremos inventos, poder, tecnologías, sumaremos armas de destrucción masiva… y al final de todos los finales, no habrá más victoria que la de las lápidas con nuestros nombres azotadas por el viento del otoño. En estos tiempos de censuras aceleradas y disparadas, es normal que se quiera censurar ese gran estorbo que es la muerte, que pone a cada cosa en su sitio y nos echa a la cara que su horizonte delimita todas nuestras limitaciones.



Contra esa censura de la muerte escribe Caitlin Doughty, que acertadamente nos dice que nos hemos vueltos analfabetos con respecto a la muerte. A fuerza de ocultarla para creernos que no nos afecta, hemos llegado a convertirla en una gran desconocida. Phillipe Ariès ya pronosticó este analfabetismo vital nuestro cuando habló de nuestra era como la de la muerte prohibida. Pero, ¿puede prohibirse algo consustancial a lo que somos, algo en lo que somos desde el instante mismo en que nacemos? Esta vana pretensión de nuestro tiempo ilustra bastante bien la estupidez generalizada en la que vivimos: hemos convertido a la muerte en un desparrame de vísceras de plástico, disfraces cutres y pandas de catetos disfrazados para intentar celebrar el Halloween que nos ha llegado a través de las películas baratas de los Estados Unidos. La muerte, así, no es ya ese momento definitorio de toda la vida, sino un espectáculo hecho con los saldos que se compran en los bazares chinos. Prohibida la muerte de verdad, ocultada en salas apartadas de los hospitales, en tanatorios de las periferias que cierran a medianoche dejando solos a los muertos. "¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”, hemos creído que le he hemos ganado la partida. Analfabetos de la muerte, porque no sabemos leer su mensaje, su programa, nos creemos vencedores. Y porque pensamos que podemos escapar a su mirada, cuando ya Césare Pavese nos advirtió de que “para todos tiene la muerte una mirada”, es por lo que la vivencia de la muerte ha alcanzado cotas patológicas en nuestro mundo: es imposible superar lo que nos sorprende como si no hubiera estado siempre susurrándonos al oído.

Hasta antes de ayer, la muerte era algo cotidiano, un trasunto enredado en la vida diaria de las personas. Esa naturalidad sin imposturas con la que se vivía todo lo relacionado con la muerte, indicaba una especie de superioridad en el conocimiento profundo de la realidad: sólo los tiempos estúpidos pueden negar lo que es innegable; sólo las épocas de descomposición en los órdenes profundos de la existencia pueden intentar cubrir con un velo lo que, por su propia realidad, nos sale al paso de cada segundo.

En su “Cántico de las Criaturas”, Francisco de Asís despliega una mirada amorosa sobre todo cuanto existe: mosén hermano Sol, la hermana Luna, el hermano Viento, el hermano Fuego, la hermana madre nuestra Tierra… y la hermana Muerte. Es un mirar profundo en la realidad de lo existente que conecta la humano con todo lo que lo rodea y en todo lo que es, sin posibilidad de desligar su realidad de esas realidades y sin posibilidad de ser fuera de las existencias de esos hermanos que nos dan la vida. La vida humana iría ligada, con lazos de siamés, a los hermanos Sol, Luna, Viento y Fuego, a la hermana Tierra… y a la hermana Muerte. No hay estridencias en esta aceptación de la realidad, no hay lágrimas estentóreas, no hay dramas llenos de ecos y hueros de voces. Hay sólo profunda sinceridad, radical conocimiento de lo que somos, una especie de estoicismo revitalizado convertido en oración del fraile bueno.

Algún día, nuestro mundo tendrá que reencontrarse con la muerte, con su inevitable realidad. No se trata de reescribir un encuentro a título individual porque, por más que queramos hacerlo, ninguno de nosotros puede expulsar de su biografía la realidad de su propia muerte, eso que se escribe con el único verbo absolutamente intransitivo que existe: nadie puede contar su propia muerte. Y al cabo, nuestro desconocimiento de la muerte, y el pavor que nos causa, viene dado porque sólo podemos contar la muerte de los otros, lo que supone no poder conocerla. Pero digo que algún día nuestro mundo tendrá que reencontrarse, colectivamente, con la vivencia de la muerte. Y tendremos que elegir porque ese reencuentro sea al modo casposo de Halloween, al modo dramático de los condenados que se niegan a asumir su condición o al modo franciscano de Marco Aurelio: nos embarcamos, surcamos mares, atracamos. Morir no es más que el momento de desembarcar abrazados por la hermana Muerte. Ojalá y pudiéramos entenderlo algún día, aun con los ojos arrasados por las lágrimas.