Para una parte de la clase política española estamos al borde del precipicio. La sociedad española, y con ella esa unidad nacional como metáfora intocable de la historia, van a ser destruidas por la ambición de un político que quiere perpetuarse casi dictatorialmente en el poder. Para esos malvados propósitos, el traidor, y sus secuaces independentistas, están ya demoliendo nuestro Estado de Derecho.
El Diagnóstico anterior creo que refleja sintéticamente el juicio que hace la derecha política en este país sobre los acontecimientos que se están desarrollando desde las últimas elecciones generales. Aunque lo cierto es que, antes incluso de esa fecha, el ataque al Estado de derecho se ha utilizado como una constante en el argumentario que ha empleado la oposición para deslegitimar durante cuatro años al Gobierno de coalición.
Lo que viene a continuación pretende sólo exponer de forma muy sintética lo que, dentro de un escenario académico, llevamos explicando a nuestros alumnos de Derecho, sobre el significado de lo que realmente es un Estado de Derecho.
Lo primero que hay que apuntar es que España no es sólo un Estado de Derecho, sino un Estado "constitucional" de Derecho. Esto se olvida siempre en el debate incendiario de quienes defienden esa idea; a pesar de la autoproclamación expresa -y al parecer con carácter de exclusividad- que hacen de sí mismos como los auténticos "constitucionalistas".
Un Estado de Derecho se rige por una máxima bastante sencilla que contiene un doble significado. El Estado, esto es, todas las autoridades públicas, junto a sus ciudadanos, deben regir su actuación por el "Derecho". Entiéndase este último como el conjunto de leyes y demás normas que componen nuestro ordenamiento jurídico. En resumen, los jugadores aceptan jugar el partido con unas reglas de juego, válidas y obligatorias para todos, los poderes constituidos y pueblo soberano.
La segunda característica de un Estado de Derecho consiste en que ese Derecho sea la expresión de la voluntad mayoritaria del pueblo, como titular indiscutible de la soberanía. Esto sitúa el enfoque en esa institución –el Parlamento- de quien emanan las leyes, es decir, las principales "reglas del juego". Obviamente ese Parlamento debe estar formado por los legítimos representantes del pueblo, elegidos democráticamente; maticemos que todos ellos son igualmente legítimos, mientras sean parte de él, con independencia de sus ideologías y aspiraciones políticas –lo ha dicho ya el Tribunal Constitucional-, y en tanto no utilicen medios violentos contrarios a la tolerancia.
Pero conviene recordar de nuevo que España es, además, un Estado Constitucional de Derecho. Por tanto, por encima de cualquier ley, aun cuando esta haya sido aprobada por la representación de la soberanía popular, está sujeta siempre y en todo momento a un control de constitucionalidad; o lo que es lo mismo, obligada a cumplir con lo señalado y garantizado por la Ley Fundamental de ese estado.
A partir de esta segunda y superior regla de juego, las decisiones que se toman en el Parlamento pasan por el control y la fiscalización de un Tribunal Constitucional. Pero también las sentencias que dicten los tribunales de justicia deben adecuarse a lo prescrito en la Constitución, por encima incluso de la ley a la que están obligados a aplicar igualmente.
Porque recordemos en este punto que el Tribunal Constitucional es competente exclusivo para establecer la verdad última de lo que marca esa Norma Fundamental. Esa verdad o interpretación auténtica de la Carta Magna se impone a todos, sencillamente porque así lo establece aquella de forma meridiana.
Esto es definitiva, y en pocas palabras, un Estado -Constitucional- del Derecho. La cuestión básica ahora, y para la que no voy a dar respuesta en estas líneas, sino que prefiero que el lector saque sus propias conclusiones, es si hemos llegado al final del precipicio y –como dicen algunos- estamos en el principio del fin o la dictadura a secas.
¿Podemos dudar de que los controles jurídicos se han eliminado en España? Subordinado, según indica la Constitución, al "imperio de la ley" los jueces tendrán que aplicar una futura ley que regula una de las formas de "derecho de gracia" contenido en nuestra Constitución (art. 62). Aunque nadie podrá impedir que cualquier juez paralice un procedimiento judicial –tiene ese poder reconocido expresamente (art. 163)- cuando tenga dudas sobre la constitucionalidad sobre una futura ley de amnistía, y solicitar la opinión de quien sigue siendo el máximo intérprete de la Constitución, el tribunal Constitucional. ¿Podemos dudar de que el Poder Judicial ya no es independiente para ejercer esta competencia como juez también de la constitucionalidad de las leyes? Otra cosa es que se dude de la imparcialidad del Tribunal Constitucional, sólo porque quienes designan a una parte de sus miembros ya no representan a la mayoría parlamentaria propia.
Por mi parte las respuestas se resumen en el título que encabezan estas reflexiones.