En primer lugar, convendría señalar que la Constitución de 1978 hace referencia en múltiples ocasiones a la igualdad, esa bandera con la que se arropa hoy una parte de nuestra clase política, como patrimonio exclusivo y justificante al parecer de manifestaciones (pacíficas) y algaradas violentas.
Ciertamente hay versiones distintas y con efectos muy dispares en nuestra Ley de leyes sobre la igualdad. Se refiere a ella como un valor superior, como un principio, o como un derecho, con su contrapartida en forma de prohibición de discriminación o de privilegios.
Al mismo tiempo, la Constitución diferencia entre una igualdad ante la ley (artículo 14) y una igualdad real y efectiva (artículo 9.2); dos nociones estas que se proyectan sobre ámbitos distintos: la ley y la realidad social.
Por tanto, la es una regla básica en la que se sostiene y apoya el Estado de Derecho. Pero también es una obligación de los poderes públicos en el llamado Estado social (o Estado del Bienestar).
Para mayor complejidad, en la construcción de nuestro modelo territorial que se crea a partir de la Constitución de 1978, caracterizado por intensa descentralización política y legislativa, homologable a cualquier Estado Federal, entra en juego otro principio que moldea y condiciona la igualdad: el principio de autonomía.
Su influencia sobre aquella es inevitable, pues legitima que existan en nuestro Estado diferencias legales, es decir, desigualdades jurídicas entre españoles en función del territorio donde residen. Pero también desigualdades sociales, en función de la mayor o menor sensibilidad de cada Gobierno autonómico por mantener y mejorar servicios públicos ligados con la calidad de vida de la ciudadanía (educación, sanidad, dependencia, medio ambiente, etc.).
Obviamente esta combinación entre “igualdades” no resulta una operación sencilla; de ahí que la propia Constitución haya implantado algunos correctivos, para evitar que las diferencias entre españoles no sean excesivas y llegan a generar “discriminaciones”. A partir de la afirmación del principio de solidaridad (artículo 2), prohíbe que existan privilegios entre Comunidades (artículo 138), y otorga competencias al Estado para garantizar la igualdad “básica” en el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de las obligaciones que a todos nos incumben.
Este es el marco de partida. Obviamente su aplicación es compleja y nunca ha estado exenta de problemas y polémicas jurídicas y políticas. Pero de ese marco general se pueden sacar algunas conclusiones que expongo sintéticamente.
De un lado, las diferencias territoriales son consustanciales a nuestro Estado de las Autonomías. La misma Constitución –la que se aprobó por la mayoría de los españoles y con el consenso de todos los partidos (casi todos; Alianza Popular no lo hizo)- es el germen de esa diferencia, que no necesariamente desigualdad ni discriminación entre territorios.
Incluso algunas Comunidades Autónomas reciben un tratamiento –por la misma norma fundamental.- que podríamos calificar como privilegiado en algunas cuestiones. Las demás tienen el derecho a ejercer su autonomía como les parezca más conveniente a sus intereses de la sociedad que gobiernan.
De todo esto se deduce que cuando se reclama a voz en grito, y por desgracia también con insultos –incluso homofóbicos- esa “igualdad”, que al parecer va a desaparecer de nuestro mapa constitucional, cuando se defiende la igualdad a secas y sin mayores explicaciones al vulgo (creo de verdad que así nos están tratando algunos), no se hace sino ocultar muchas veces las realidades que sufren, y llevamos sufriendo una parte de esa sociedad a la que se convoca en las plazas de este país.
Parecen evitar referirse a la igualdad que para la ciudadanía de esta provincia todavía es una asignatura histórica. Parecen olvidar que aquella igualdad que los andaluces reclamamos en su día- aquella vez sin duda pacíficamente- era la igualdad “real y efectiva” que nos promete nuestra Constitución en su artículo 9. La igualdad que nos diferenciaba en aquella época, de forma discriminatoria esta vez sí, de las demás partes de España. La igualdad, sin embargo, que no aparece en las políticas y los programas electorales que defiende sistemáticamente la derecha política. Hay datos objetivos de que la igualdad social no les importa demasiado, no es el objetivo a lograr por las políticas públicas y las leyes que se aprueban cuando gobiernan partidos conservadores. Prefieren proclamar y defender prioritariamente –eso dicen- el otro principio constitucional de la Libertad.
Y concretamente en Jaén es buen ejemplo; aunque aquí deberíamos reconocer que tampoco las décadas de gobierno “progresista” no llegaron a acabar con nuestra desigualdad como región.
Por eso, me llamó la atención que en la manifestación en la capital de la provincia, los jiennenses no gritaran contra la desigualdad de unos servicios públicos deficitarios, contra el olvido del sistema ferroviario que nos coloca aún en el siglo pasado, o antes quizás; que los ciudadanos de esta tierra no clamaran contra las vergüenzas de los dirigentes públicos que los habían convocado, recordando la falta de una Ciudad de la Justicia o de la Ciudad Sanitaria, o la incierta todavía financiación del principal motor económico de la provincia como es la Universidad, o la tomadura de pelo en que se ha convertido la puesta en marcha del tranvía de Jaén, o las rebajas, de enero o cualquier otra fecha, para nuestras comunicaciones provinciales por carretera. Entre otras reivindicaciones que, serviles y condescendientes, toleramos la gente de Jaén (aunque no hayamos nacido aquí). Al parecer porque toda esta lista de agravios no debe ser motivo de discriminación o desigualdad. No, porque entonces nos manifestaríamos con la misma intensidad que estos días pasados.
Sinceramente creo que esta es la igualdad que debería realmente interesarnos, la igualdad de que se hace real y efectiva en nuestra vida cotidiana, plenamente constitucional en su vocación de mandato imperativo para todos nuestros representantes políticos. No la igualdad que se esgrime como una especie de seña de identidad en favor de un pseudo-constitucionalismo que se convierte en mezquino desde que se instrumentaliza de forma partidista, olvidando conscientemente ese otro valor superior que nuestra Carta Magna garantiza y proclama en el frontispicio de la norma: el pluralismo político.