Agenda constitucional

Gerardo Ruiz-Rico

Para qué una ley de pandemias

Es el argumento redundante que utiliza desde hace tiempo la oposición al Gobierno de la Nación; al igual que la demanda que plantean los gobiernos...

Es el argumento redundante que utiliza desde hace tiempo la oposición al Gobierno de la Nación; al igual que la demanda que plantean los gobiernos autonómicos populares contra la pasividad legislativa de aquél. De antemano no les falta razón en lo sustancial. Y es que resulta imprescindible revisar algunas leyes, demasiado antiguas, si no claramente obsoletas. No sólo las que se aprobaron para regular la actuación de nuestras autoridades ante situaciones sanitarias excepcionales; sino del mismo modo, y como algo imprescindible hoy, la ley de 1981 sobre estados de alarma, excepción y sitio. Porque en el fondo se trata de esto, es decir, de afectación y restricción de nuestros derechos y libertades fundamentales. Para que se puedan limitar de manera tan masiva –y en ocasiones indiscriminada- como se está haciendo, la primera norma a reformar debería ser esa ley que contiene la forma de proceder en situaciones excepcionales que requieren medidas igualmente tan extraordinarias como temporales.
El caso es que me sorprende la agresividad con la que se emplea el argumento por parte de unos y otros, todos ellos legitimados perfectamente para presentar ante las Cortes Generales una proposición de ley que nos aclare a la ciudadanía su particular fórmula mágica, para resolver la crisis sanitaria y sus secuelas en el orden económico. No lo hacen porque sin duda saben, como el propio Gobierno del Estado, las posibles repercusiones electorales que tendría airear su visión del problema. Sobre todo porque, cuando lo hicieron hace algunos meses, la “pócima” venía a consistir únicamente en reducir los posibles controles judiciales del poder político.
Tampoco con esto se puede justificar lo que en Ejecutivo nacional lleva haciendo en estos últimos tiempos, y en especial desde el segundo estado de alarma. Derivar hacia la periferia autonómica las cuestiones y la responsabilidad que –a mi juicio- le incumben constitucionalmente. Y el motivo es bien simple. Estamos hablando de derechos y libertades cuyo ejercicio no puede ser restringido colectiva sin la autorización, previa o posterior, de aquella institución que representa al titular de la soberanía. Esto lo tuvo claro el constituyente en 1978, pero parece que ahora no nuestra clase política en general, al aceptar que esa tarea indispensable para cualquier democracia se traslade sin más al Poder Judicial. Y en segundo lugar, porque se está propiciando el entierro de un principio y valor constitucional, y fundacional, de nuestro estado como es la igualdad de derechos entre españoles, al margen de donde residan. En ese funeral participan además, en buena “cogobernanza”, los Gobiernos central y autonómicos, aprovechando el silencio cómplice de las instituciones representativas que deberían siempre vigilar para que las libertades ciudadanas no estén sometidas a las expectativas políticas de unos partidos que exigen para los demás, lo que no están dispuestos a arriesgar para respetar verdaderamente la Constitución.