Estas palabras venían recogidas en el Vocabulario Andaluz, de Alcalá Venceslada, allá en 1951. Ahora, cuando uno las busca, aparecen como términos en el Tesoro de los diccionarios históricos de la lengua española. Adorro significa “terco u obstinado”, aunque también se utiliza con la acepción de “persona muy pesada”. Cachorreñas significa “pachorra, flema, pesadez”, aunque también se utiliza como adjetivo para referirse a una persona “que actúa o habla con excesiva tranquilidad”, ambas acepciones muy diferentes de otra que hace referencia al guiso que también lleva ese nombre y que mi abuela cocinaba con maestría.
Otra palabra curiosa es chindo, palabra que también aparecía en el Vocabulario, con varias acepciones: “vendedor de despojos de res”, “persona necia” o “borracho”, aunque no recogía el significado de “chuchurrido”, registrado en algunos lugares. Aún hoy no sé la acepción a la que se refería mi abuela cuando nos veía descalzos y nos decía: “que parecéis chindos”. Si añadimos la palabra alilayos, que no aparece en ningún diccionario ni vocabulario ni tesoro, con el significado bien de “cosas insignificantes”, bien de “jirones que se usan como trapos de limpieza”, ya tenemos una tetralogía de palabras que han sido la banda sonora de mi niñez.
Pues bien, sirva este preámbulo lexicográfico para reflexionar sobre la obsolescencia de ciertas palabras que forman parte de nuestro acervo lingüístico (caz, parata, camada, celemín, alpargata, capacha, cipote, cepazo, chavea, encartar, vulanico, charipeo, patusco,...), también para salvaguardar del olvido esos términos que pertenecen -simplemente por mala fonética- a nuestra educación sentimental (espestugar*, esfaratar*, apechusque*, aruñar*, cojollos*, convidá*, cuchi*, dalear*, desinquieto*, chuflá*, empicao*, engurruñío*, escachifollar*, guarnío* apollardao*,...), amén de aquellos vocablos que nos conectan con los recuerdos y nos enraizan con nuestro patrimonio cultural (¡ea!, búcaro, biscúter*, ligá*, bomborombillos, bonico, cachuchear, cambalá*, chapuz, chirri, chuchurrir, gangarrera, chominá*, serviguera, duz,...) o gastronómico (ochío, ajoatao, ajopringue, rinran, ajoharina, alcaucil, andrajos, emborrizar, angelicos, papajotes, galianos, remojón, pipirrana,...). Sirva también este artículo para felicitarnos por la supervivencia de algunas de esas palabras antiguas -que no arcaísmos- en el habla de Jaén, frente al empuje y la adopción de neologismos y préstamos, fenómeno natural en la evolución de todas las lenguas a lo largo de todos los tiempos.
El habla es un ecosistema vivo y creativo, que nutre a la lengua con palabras y voces que conforman el patrimonio inmaterial de cada localidad, de cada región, de cada país. Es un ecosistema diverso que hay que cuidar para mantener un equilibrio sostenible entre la tradición y la modernidad, es decir, una convivencia estable entre neologismos y términos tradicionales, empresa harto complicada en nuestros días, ya que la variación lingüística es más acelerada que lo que la conciencia lingüística de los hablantes y la norma de referencia es capaz de aceptar o transigir. Y es que la inmediatez y la capacidad de acceder a una gran cantidad de información en las redes a través de los dispositivos electrónicos ha supuesto un notable cambio en la manera de entender el mundo de la sociedad actual y esto, indefectiblemente, presenta un claro reflejo en la lengua y en el habla, que se va adaptando a las nuevas tendencias gramaticales y discursivas.
Últimamente, se está produciendo una acelerada alteración del hábitat lingüístico en las comunidades de habla locales, que están perdiendo su esencia frente al empuje de la globalización comunicativa. Se está perdiendo el uso de ciertos términos que se resguardan en diccionarios y vocabularios, donde se anquilosan, hasta desaparecer en los anaqueles de la historia. Es el signo de los tiempos, la variación lingüística por distintos factores siempre ha existido, pero no de forma tan acelerada y casi desapercibida. Si seguimos así, el ecosistema sufrirá cambios en su estructura, perderá su equilibrio y desaparecerá.
Sólo cabe una reacción para compensar este deterioro progresivo e imparable, para intentar salvaguardar cientos de palabras que suponen un auténtico milagro en equilibrio de nuestra forma de hablar, de nuestra forma de vivir y sentir: usar las palabras, transmitirlas oralmente, recordarlas, recopilarlas de nuestros mayores para escucharlas, con el acentillo o el deje de cada localidad, rescatarlas de dichos y refranes… Inundemos las redes sociales de esas voces o términos, quizás globalizándolas estemos protegiéndolas, o al menos despertando la conciencia lingüística con su uso. Si no puedes con el enemigo, únete a él.