Hay personas que pudiendo irse por la puerta grande, deciden irse por la puerta de atrás, entornándola poco a poco para no dar un portazo que importune a nadie. Se irán sin ruido, tal y como trabajaron, sin molestar ni suponer una molestia, habiendo contribuido desde su elocuente y abnegado silencio al bienestar de la plantilla de la que formaron parte. Se irán con el cariño y el reconocimiento de sus compañeros, incluso con la admiración de muchos de ellos, a los que ayudaron sin exigir ni esperar nada a cambio. Sin elogios ni alharacas, se desvanecerán con humildad, pero dejando un rastro indeleble y una profunda huella.
Hay personas que se irán con ruido de tambores y al son de trompetas que derribarían las murallas de Jericó. Cerrarán la puerta con doble llave para poner a buen recaudo el infausto legado de su ególatra gestión. Se irán con arrogancia y soberbia, tal y como trabajaron, pisoteando y ninguneando a los demás, generando con su engreimiento y altanería un malestar continuo en la plantilla de la que nunca formaron parte. Se irán con el desprecio y el desdén de aquellos a los que maltrataron, incluso con el odio y el rencor de muchos, que no les perdonarán que se les chantajease y menospreciara continuamente. Con peroratas y halagos fútiles de sus advenedizos, desaparecerán sin dejar rastro, si acaso un profundo hedor y un recuerdo ignominioso.
A estos últimos, mientras llega o no el momento de la despedida, les diría que la vida se muestra terca y prodiga a todos segundas y terceras oportunidades, posibilidades para cambiar de actitud y de talante, ocasiones para modificar el enfoque y variar el rumbo. Les aconsejaría que no sean obsesivos u obstinados en el error, que el poder envilece (lean la Epístola moral a Fabio) y es sólo un sueño pasajero, que el respeto y la autoridad no se imponen, que el abuso y el miedo vencen, pero no convencen ni conducen a nada. Quizás el cariño y el talante, la magnanimidad y la ecuanimidad, la empatía y la comprensión, sean mejores actitudes y aptitudes para allanar el camino de cualquier gobernanza. La inteligencia hay que demostrarla en las nimiedades, la brillantez hay que ponerla al servicio del resto. Es una cuestión de tolerancia a otras opiniones y respeto a las divergencias, que son enriquecedoras y complementarias si se saben integrar.
En definitiva, vivan y dejen vivir. Un cargo se ejerce con vocación de servicio y supone una responsabilidad. Recuerden que nadie es más que nadie ni mejor que nadie y, además, que nadie es imprescindible. Sean felices intentando hacer felices a los demás y no fastidiándoles la existencia. Más que instaurar un cambio, busquen una transformación paulatina y democratizada, nunca impuesta. Gestionen su estrés y su ansiedad anticipatoria, ordenen sus emociones y no estresen a los demás con sus psicopatías. No ladren continuamente, no achanten con amenazas o amaguen golpes. No sean vengativos ni rencorosos, no se jacten de infundir terror y ser temidos.
No somos robots, ni androides ni humanoides, aunque tengamos un teléfono instalado en la mano y accedamos a nuestros recuerdos y datos con contraseña o huella. Humanicemos las relaciones laborales, sometidas cada vez más a algoritmos. No nos tratemos como máquinas, esclavizados por la productividad. Seamos personas que tratan con personas. Lo siento, Hobbes; lo siento, Maquiavelo, antes del "homo homini lupus est" y de "el fin justifica los medios" prefiero pensar, como Rousseau, que el ser humano es bueno por naturaleza y así nos ahorramos problemas.