Progenitores y docentes están condenados a entenderse, pero últimamente la desconfianza es mutua, con cierta incomprensión por ambas partes que en ocasiones degenera en malentendidos y más aún en este tiempo, con las controversias generadas por la nueva ley, origen de incertidumbres y objeto de improperios, debido tanto a su tardía y dubitativa aplicación, como a las desorientación que suscita.
Y es que en esta sociedad donde todo el mundo sabe de todo, aunque en el fondo nadie sabe de nada, la gente se atreve a opinar sin pudor ni vergüenza en ámbitos que le son ajenos, e incluso a cuestionar sin remilgos, con una desinhibición total de ignorancia, cualquier resolución o dictamen que estime desfavorable a sus intereses, aunque vele por sus intereses. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
Tal es el caso de algunos progenitores que, después de estar todo un curso poco atentos a o despreocupados por la evolución académica de sus vástagos, de pronto se presentan, en la evaluación final, atónitos y muy preocupados, casi compungidos por los malos resultados. De repente, se muestran comprometidos y, apelando a la salud emocional de sus criaturas, solicitan el aprobado o la promoción, aduciendo múltiples argumentos afectivos (la mayoría falaces). Después, si no se atienden sus demandas en cuanto a la decisión, aunque ésta esté plenamente justificada desde el punto de vista pedagógico, de repente se muestran entrometidos y exigentes, reclamando en primera y segunda instancia, aludiendo defectos de forma o agarrándose a cualquier resquicio legal para maquillar la realidad o deformarla. Es lícito, no sé si lógico.
Como padre puedo llegar a comprender esta lucha denodada por salvar la situación a toda costa, con el afán de sobreproteger una vez más a las que creen desvalidas e inocentes criaturas perjurando que han trabajado al límite de sus posibilidades, a sabiendas de que realmente no ha sido así y que más de una vez han procrastinado. Son conscientes y conocen a sus hijos, pero cuesta reconocer su fracaso porque lo creen suyo. En lugar de asumir las circunstancias y considerarlas parte de su aprendizaje, intentan solventarlas tapando las vergüenzas. Es una cesión más en su crianza, una de tantas, y creyendo que es la mejor opción para su formación, desoyendo la opinión de especialistas, precipitan a su hijo/a hacia un futuro para el que no está preparado/a.
Como profesor me molesta el cuestionamiento de mi trabajo y de mi opinión profesional. Si bien considero importante la democratización del proceso de enseñanza-aprendizaje, que aboga por la transparencia y la objetivización de las calificaciones, con la burocracia que conlleva, también es importante considerar la evaluación emitida como un dictamen veraz que, acorde con lo establecido en la legislación, resuelve un proceso. La calificación no es una sentencia. Evaluar un aprendizaje no es juzgar, sino reconocer si alguien es capaz de movilizar saberes, reconociendo problemas para afrontarlos y resolverlos. Evaluar es un acto global e integrador, que atiende al proceso formativo de la persona. Cuando un docente o un equipo docente toma una decisión lo hace de manera meditada y coherente, pensando en todo caso en el bien del alumnado, aunque ello suponga el suspenso (lo siento, no sabe) o la repetición (no ha conseguido los objetivos ni adquirido las competencias suficientes).
La evaluación se está judicializando por razones no tanto de fondo, sino de forma, producto del paternalismo general y el sobreproteccionismo de una sociedad helicóptero que se preocupa mucho por ciertas cuestiones superficiales, obviando otras de mayor trascendencia con consecuencias paradójicas. El actual modelo de evaluación es un continuo "in dubio, pro reo" que va más allá de las garantías procedimentales. Está sometido al intervencionismo omnímodo de la administración y expuesto a múltiples injerencias externas, lo cual siembra la duda en el profesorado, ya que se pone en entredicho su profesionalidad.
Puestos a evaluar y ser evaluados, a juzgar y ser juzgados, pongamos en tela de juicio no ya el sistema educativo por su complejidad y inequidad, sino el concepto mismo de educación. Reflexionemos. El punto de partida para cualquier entendimiento es considerar la educación como un derecho fundamental. Luego, vamos viendo.