Es sabido que ciertas acciones o conductas, buenas o malas, a base de repetirse muchas veces generan hábitos, los cuáles al tiempo se vuelven automáticos e inconscientes. Un conjunto de hábitos, buenos o malos, que se repite muchas veces genera una costumbre. Un conjunto de costumbres conforma una tradición.
El hábito de fumar o tabaquismo se define como el consumo usual de cualquier producto derivado del tabaco, y es una conducta aprendida por el fumador que le genera una satisfacción física y psicológica. No voy a hablar aquí de que sea la principal causa evitable de enfermedad y muerte a nivel nacional y mundial, ni de su prevalencia, sino de ciertas costumbres deleznables que continúa generando.
Quizás la costumbre más llamativa sea la acumulación de fumadores empedernidos en las puertas de bares y restaurantes, de los que salen desesperados y nerviosos en busca de una calada que les inunde los pulmones de la ansiada dosis de nicotina y alquitrán que cumplimente la cerveza o el café. Por no incumplir las normas en el interior, y sin darse cuenta, causan el malestar a viandantes y cuántos entran y salen de dichos locales, que se llevan impregnada una parte de esas humaredas tóxicas.
No es menos lamentable la concentración de fumadores, usuarios o trabajadores, delante de los edificios u oficinas de cualquier administración pública, ávidos de su chute adictivo entre gestión y gestión. Cualquier incauto transeúnte que circule por las aceras cercanas se empapará con las vaharadas pestilentes. Quizás la costumbre más paradójica y censurable sea la de personal docente y alumnado fumando sin pudor en los accesos a centros educativos, proyectando una imagen de consumo no deseable entre menores. Tampoco es demasiado edificante dicha visión en recintos deportivos y parques infantiles.
Aunque la peor costumbre, ya casi una pésima tradición, es la de esos empedernidos fumadores en puertas, zonas de acceso e incluso en escaleras de incendios de hospitales o centros sanitarios. Es una incongruencia ver personal con atuendo sanitario, familiares e ¡incluso pacientes!, consumir afanosamente cigarrillos en recintos que velan por la salud, haciendo caso omiso de los carteles prohibitivos junto a los cuales se fuma compulsivamente, ignorándolos. La estampa proyectada es dantesca e ilógica.
¿Normativa? Haberla, hayla, de hecho se erradicó el consumo en interiores. Pero actualmente, sin duda, reina cierta anomia por la relajación en su aplicación, más bien laxa, debido a lo cual se han normalizado estas conductas convirtiéndose el humo en parte del paisaje. Y eso por no hablar de la más asquerosa de las costumbres: tirar al suelo, encendidas o apagadas, las puñeteras colillas, ensuciando aún más si cabe, lugares públicos.
¿Soluciones? Unas cuántas: desde el respeto a los demás y la educación, hasta acciones correctivas y sancionadoras, pasando por campañas más efectivas de información y concienciación. La mayoría de fumadores (y podríamos incluir a los vapeadores) no es consciente de las molestias que provoca al resto de personas. Pienso que habría que dar un paso definitivo en el cumplimiento de la regulación existente con la plena implantación de los Planes Integrales contra el Tabaquismo, nacional y autonómicos, los cuáles pretenden intensificar y fortalecer el control y, sobre todo, invertir e insistir en la prevención.
Mientras tanto, impotencia absoluta por la complacencia ante el lobby del tabaco y la impunidad evidente, o sea, ajo y agua, a seguir inhalando los malos humos de otros. Esperemos que no pase como con la dilación de las ZBE.