Aurea mediocritas

Nacho García

El lector atípico

No se plegaba a la obsolescencia programada y, ante cualquier avería o anomalía, reclamaba la garantía con los derechos que le amparaban

Aquel no era un lector al uso. No leía libros, le aburrían. Nunca leyó libro alguno, ni siquiera un opúsculo o separata, ni un solo capítulo. Sin embargo, era un lector voraz de cuanta letra pequeña caía en sus manos y cuanto más pequeña mejor.

Su lectura preferida eran los prospectos de medicamentos. Se deleitaba desdoblando el papel hasta extenderlo y disfrutaba escudriñando la composición, las indicaciones y contraindicaciones, la posología de cualquier medicina que al final nunca tomaba tras leer los efectos adversos. Leer sin saber tenía efectos secundarios, pues se quedaba impertérrito pensando en todo lo que le podría pasar.



También le encantaba leer de pe a pa cada contrato que firmaba (ya fuese de luz, agua o teléfono), deteniéndose en cada término de uso y cada cláusula, analizando detalladamente las condiciones y la protección de datos. Alucinaba asimismo con los manuales de instrucciones de uso de electrodomésticos o de montaje de todo tipo de chismes, aunque no ésos con dibujos simplificadores. Lo suyo era leer configuraciones, manejos, programaciones, incidencias o avisos hasta desentrañar los misterios del producto. Conocer todos estos entresijos por escrito lo convertían en un lector circunspecto y un consumidor prudente. No se plegaba a la obsolescencia programada y, ante cualquier avería o anomalía, reclamaba la garantía con los derechos que le amparaban, perfectamente asimilados tras una lectura atenta.

Pero sin duda alguna su especialidad eran los boletines oficiales, leyes y decretos, órdenes e instrucciones, disposiciones y derogaciones, nombramientos y resoluciones, de distintas administraciones y distintos ámbitos. Los leía simplemente por el placer de leerlos, así, tan organizaditos en columnas, tan estructurados en secciones y con sus artículos ordenados. Todo estaba tipificado y contemplado, aparentemente bajo control, lo cual le tranquilizaba.

Cuando se cansaba del lenguaje jurídico-administrativo, se relajaba leyendo los bocadillos de los tebeos. Flipaba con las distintas formas (redondos, cuadrados, ovalados o de nube) según expresasen conversación, pensamiento, grito o susurro. Devoraba los diálogos e historietas de las viñetas de Mortadelo y Filemón o 13, Rue del Percebe (gracias, Ibáñez, gracias), Astérix y Obélix, El Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín.

Aquel lector indómito y anárquico, sin leer libros, leía más que muchos lectores al uso. No era un ratón de biblioteca ni sabía más que nadie. Simplemente leía la letra pequeña en cualquier texto a su alcance. A veces se obnubilaba con la letrilla de panfletos publicitarios y propagandísticos, así como la información de envases, observando ingredientes, valores nutricionales y fechas de caducidad o consumo preferente.

Últimamente, se había obsesionado con la letra pequeña de las redes sociales. Leía miles de mensajes de Whatsapp, Instagram, Twitter, de cualquier contacto y de cualquier tema. Cualquier noticia le atraía, cualquier publicación llamaba su atención. De la lectura compulsiva pasó a la escritura no menos compulsiva. Ni siquiera la presbicia le impidió seguir practicando esta nueva afición con devoción hasta que un día, como D. Quijote, perdió el juicio.

Se convirtió en un troll grosero y metomentodo que opinaba de cualquier cuestión candente, un hater que atacaba con sarcasmo hiriente y cruel a diestro y siniestro, insultando tanto a influencers como a followers. El día que fue baneado se quedó en shock, transformándose en una caricatura de sí mismo. Este punto final dramático se transforma en un punto y seguido venturoso. Nuestro lector disruptivo aprendió lenguaje de programación y se convirtió en CEO de una empresa de ciberseguridad dedicada a diseñar cookies, su amada letra pequeña.