Tras otra soporífera tarde de agosto leyendo en el terrado del cortijo, salió a dar un paseo. Atravesando las camadas de olivas achicharradas tanto por el canto monocorde de estos insectos como por el viento solano que acartona la piel, llegó al caz, apartó las ovas y se refrescó la cara. Siguió andando hasta un recodo del río Guadalbullón donde se zambulló para cruzar a la otra orilla. Allí, oculta por la maleza, había una pequeña oquedad de la cuál brotaba un raudal de agua. Era estrecha, pero lo suficientemente ancha como para que un niño se adentrase sin problema.
Su abuela le había contado que por esa zona se ocultaron los maquis durante la guerra civil. El niño, lector de Julio Verne, se aventuró en lo que pensaba que sería un viaje al centro de la tierra o quizás esperando hallar otra cueva de Montesinos, también había leído a Cervantes el muchacho. Se arrastró por una galería de unos cinco metros con su linternilla de la comunión. Sólo encontró una hoya no demasiado grande, enorme a sus ojos, con un pequeño lago, un charco más bien, y unas cuantas estalactitas colgando. También descubrió unos cuantos enseres de hojalata oxidada, unos cartuchos vacíos y varias inscripciones salaces sin datación.
“¡Vaya chasco, menuda mierda de descubrimiento!”, pensaba mientras resbalaba y pegaba un cepazo sobre el lago-charco. La linterna cayó en tal posición que lo alumbraba de frente y proyectaba su sombra sobre la pared, reflejando una imagen fantasmagórica de su figura como en la caverna platónica. Pero no fue la sombra lo que le llamó la atención, sino un pequeño hueco oculto tras el pliegue de una roca. Era un orificio con forma ovalada a través del cual se percibía una corriente de aire más fresco que el de la cueva. Quitó la telaraña que custodiaba el acceso y apuntó hacia el agujero imaginando un submundo por explorar y mil tesoros por descubrir, aunque sólo se topó con una pequeña cavidad donde se intuía un pequeño bulto. Enfocó con la luz y vislumbró una bolsa de tela de esparto, sucia y raída. Se sintió como el hobbit y fantaseó con lo que contendría. La cogió con ansiedad y pudo palpar un objeto cuadrangular.
Se sentó sobre una piedra, apoyó la linterna en un saliente y puso la bolsa sobre sus rodillas. Deshizo el nudillo y extrajo una libreta con una tapa dura de color verde desvaído y un lápiz podrido por la humedad. La abrió y observó unas cuantas líneas garabateadas con una letra para él ininteligible, sólo distinguió tres letras mayúsculas: FSM. Hojeó y ojeó el resto del cuaderno en cuyas páginas se alternaban párrafos y dibujos preciosos de pájaros y flores. De repente, la luz de la linterna empezó a parpadear y a atenuarse. El miedo a quedarse a oscuras le hizo retroceder y buscar la salida, deshaciendo el camino a gatas.
Al salir, respiró tranquilo el aire tórrido de la tarde, dejó la libreta entre unas zarzas y se dio un chapuzón en el río para quitarse el barro seco de la piel. Luego volvió a casa. Sólo había pasado una hora y media, pero su madre ya estaba preocupada porque no había merendado. Se sentó con su abuela quien le sonrió educadamente, como siempre, mientras hacía croché, la única actividad a salvo del olvido del Alzheimer. Le contó que había estado en la “Cueva de los Maquis” y que había encontrado un cuaderno: “Mira, abuela, qué bonito” - le dijo y se lo enseñó. Súbitamente, la anciana empezó a acariciar las hojas y a llorar al recordar cada una de las flores y pájaros que mi abuelo había dibujado para ella. Mi madre llegó y emocionada me contó que su padre, Francisco Siles Matos, había sido un “topo” durante la guerra incivil para escapar de la represión fascista, tras haber ejercido de maestro durante la II República. Ese cuaderno había sido una especie de diario para no perder la cordura. Mi madre cogió la caja de los hilos y sacó una lata que albergaba un montón de papeles que mis abuelos habían intercambiado durante ese tiempo. Me relató cómo los dejaban al anochecer en el hueco de la única oliva de cornezuelo de la huerta para comunicarse, junto con un capacho de comida. Al amanecer, recogían el capacho vacío de comida, pero siempre con una carta en su interior. Mi abuela había vuelto a reanudar su labor, olvidando el cuaderno, de nuevo ausente, pese a los hermosos recuerdos que flotaban en el aire del zaguán.