Leía el otro día un artículo que denunciaba que la educación se había convertido en una estafa piramidal, casi un fraude, ni más ni menos. Estos términos, estafa y fraude, nos remiten a una concepción de la educación desde un punto de vista empresarial, es decir, una educación concebida como un negocio donde cada vez proliferan más buitres carroñeros y aves de rapiña, gente sin entrañas y sin escrúpulos, con intereses espurios, que delinquen engañando a la gente para ganar dinero. Hace tiempo que existe una burbuja educativa artificial, producto de la cultura economicista que, en manos de ciertos grupos de poder enquistados a los que se les ha cedido el control, crea la necesidad de cursar ciertos estudios, pero no bajo parámetros formativos, sino atendiendo a un análisis coste-beneficio. Productividad pura y dura, neoliberalismo a ultranza.
Sin llegar a ese extremismo, hace un tiempo, un servidor denunciaba que se estaba produciendo, cuando menos, un engaño sistemático. Realmente creo que se está llegando, si no se ha llegado ya, a un callejón sin salida, a un punto de no retorno. Pienso que va siendo hora de que los docentes digamos: “¡basta, ya está bien!”, que gritemos alto y claro: “no pasarán”. Después de un tiempo instalados en la negación de la evidencia, ante la generalización de la falsedad y la impostura, conviene ya negar la mayor, derrocar este infierno constructivista al servicio de la economía de mercado (y mercadeo).
Las directrices pedagógicas actuales dicen fomentar el pensamiento crítico, pero en lugar de estructurar el proceso de enseñanza-aprendizaje sobre el conocimiento, sobre los saberes, de los cuáles se aleja, se asienta sobre el eje de la evaluación. Una evaluación que se autoproclama formativa y un instrumento más de aprendizaje, pero que es, a mi parecer, más finalista y ambigua que nunca, aunque disimule objetivar el proceso con descriptores y evidencias, que judicializan demasiado el proceso. Y todo en el sacrosanto nombre de unas competencias clave utópicas (irreales por ambiguas) que se expresan en unas competencias específicas insulsas, cada vez más básicas. Es un sistema demasiado cuadriculado y tecnificado, reduccionista y simplificador, que no admite círculos o esferas, esto es, amplitud de miras, aunque las administraciones se esfuercen en “sostenella y no enmedalla”.
La realidad es otra, cualquier docente organiza o planifica a partir del qué ha de enseñar y luego piensa en el cómo, cuándo y para qué. ¿Y que nos encontramos? Pues básicamente unos saberes mínimos, cuya importancia se minimiza aún más si cabe y se diluye al quedar circunscritos en unos bloques constreñidos entre unas competencias específicas y criterios de evaluación asociados, que encima son casi los mismos (si no los mismos) para primaria, secundaria y bachillerato, ¡vaya altura de miras, menuda involución! Es normal dar la razón a quienes critican el cambiante sistema educativo, aduciendo la progresiva infantilización del mismo con una regulación cada vez más pueril. Es normal comprender a quienes denuncian a contracorriente, siendo tildados de locos e irreverentes por reclamar valores denostados como el esfuerzo o la máxima exigencia para alcanzar la excelencia.
Y en el centro del debate o de la diana, docentes pródigos o descarriados, disidentes del sistema, que vagabundean por los eriales educativos. Ojalá recuerden que antaño enseñaban y generaban saber, formando a generaciones y generaciones, sin miedos ni complejos, alejados de la mansedumbre y conformismo actuales, tan cercanos al derrotismo y la rendición. Como diría Hessel: ¡Indignaos! Recuperad vuestra solidez profesional, manteneos férreos y consistentes en vuestras posiciones académicas y científicas, orgullosos de transmitir conocimiento frente a los envites de "intolerrancias" o "progreseísmos" actuales, ajenos a modas y vaivenes pseudopedagógicos. Ya va siendo hora de que la enseñanza recupere el lugar primordial-esencial-fundamental que como bien común le corresponde.