Hastiado de candidatos reputados, de difamaciones esputadas sobre diputados no
imputados y con los votos ya computados, el ciudadano puteado tras otra beligerante
campaña vuelve a sus quehaceres, a su rutina, a otra normalidad. Parece que la realidad
política fuera por un lado y la rutina ciudadana por otro, como líneas divergentes que
convergen de vez en cuando para volverse a bifurcar.
Durante esta campaña, hemos asistido a la confusión etimológica entre sufragar y
sufragio. Parece ser que, presuntamente, algunas personas han intentado sufragar el
sufragio, es decir, han intentado pagar el voto, que no tiene precio pero sí mucho valor (una
horquilla entre 100 y 200 euros). Seguramente no ha habido maldad y sí un gran
conocimiento de la lengua (cáptese la ironía). Sufragar viene del latín suffragari y significa
“costear, satisfacer” o “ayudar o favorecer”. Sufragio viene del latín suffragium y significa
“voto o votación”, aunque también “apoyo o ayuda prestada a algo o alguien”. Supongo que
los presuntos implicados sólo habrían querido ayudar o prestar apoyo a su partido y no
costear el voto de nadie, o sea, simplemente sufragar las molestias de la turra propinada
durante la campaña electoral.
Y es que la lengua se presta a equívocos y anfibologías, ya que es un ente mutante, lo mismo que la cultura o incultura de sus hablantes, quienes se adaptan y a los que se
adapta como un guante. Se va acomodando, mutatis mutandi, a la condición del ser
humano, en estos días más hedonista y materialista que nunca. Se va amoldando como un
traje de neopreno al saber lingüístico o ignorancia lingüística de cada usuario o usuaria
inclusive, ajustándose a su necesidad de expresar lo que sea como sea u opinar a toda
costa, otorgando en vez de callar, muriendo por la boca como el pez.
La lengua cambia sistemáticamente en el uso, sobre todo, en el habla, aunque últimamente también en el mal uso escrito. Y cuando más cambia es cuando más se usa y,
sobre todo, cuando se usa mal o se abusa, véase la campaña electoral, con altaneros
mítines, soporíferos debates, insolentes declaraciones o interesantes entrevistas con
respuestas incautas. Todo esto en el aspecto oral, en cuanto al ámbito escrito, amén de
pancartas con eslóganes impactantes y rostros impostados, miles de tiktoks espasmódicos
con nuevos “palabros” (sucedáneos de palabras), cientos de streamers que interactúan en
Twitch con millenials, millones de chats, grupos de Whatsapp, hilos de Twitter o
publicaciones de Instagram, reportando perfiles, bloqueando usuarios, rechazando
solicitudes y dejando en visto. ¡Cuánta soledad entre la multitud!
La lengua en campaña comunica e incomunica, transmite y tergiversa, miente y
desmiente, construye y destruye, interpreta mensajes torticeramente o alambica discursos
clarividentes. Candidatos y adláteres se expresan con elocuencia o verborrea, con frases
directas o discursos ampulosos, con palabras elegantes o chabacanas…hasta que llega el
silencio del día de reflexión. Después, la lengua se vuelve susurro en corrillos durante las
votaciones, en bisbiseo durante el recuento, elevándose a murmullo y luego,
transformándose en secreto a voces. Entonces la lengua grita, bien con vítores bien con
desolación; la lengua aclama o consuela, alaba o increpa, reza o blasfema, excusa o
justifica, asiente o disiente.
En fin, todo el mundo ha llegado con la lengua fuera, mucha gente se ha mordido la
lengua, aunque le hayan tirado de la lengua; otra gente se ha ido de la lengua y sin pelos en
la lengua ha tenido la lengua larga, convirtiéndose en lengua viperina o malas lenguas. La
lengua sigue y seguirá siendo lo que es, un instrumento o vehículo de comunicación, a
disposición de quienes quieran convencer o disuadir a través de la palabra. La lengua no
está agotada, no se agota nunca, siempre está en plena forma, con la última actualización
instalada. De hecho, ya está preparada otra vez para el día 23 de julio.