Entre la turbamulta de adolescentes exaltados que pululaban por los pasillos de aquel centro educativo, una marabunta de seres excitados en mitad de un griterío ensordecedor, el profesor de lengua avanzaba a trompicones camino de la biblioteca, su único solaz de silencio, cuando de repente observó algo extraño, una imagen insólita y conmovedora, digna de un grafiti de Banksy o Belin, de un cuadro luminista de Sorolla o hiperrealista de Antonio López. Tres chicas estaban sentadas en el suelo con la espalda apoyada en la pared, iluminadas por un haz de luz que atravesaba una ventana, totalmente abstraídas en la lectura de sendos libros, a salvo del mundo, con la distancia que marca la imaginación. Fue una imagen fugaz para la esperanza que el docente tatuó a fuego en su memoria.
En su cerebro distorsionado se fraguó una paradoja: tantos planes y proyectos para fomentar la lectura cuando la lectura es algo más sencillo, más natural, más inverosímil. Harto de instrucciones que trataban de regular e imponer, de cuantificar y medir lo que se lee o se deja de leer, recordó el decálogo de Pennac con los derechos del lector o lectora y, junto a la imagen recién forjada en su mente, abrió con entusiasmo la puerta de la biblioteca y aspiró una vez más ese maravilloso aroma a libros. La decisión estaba tomada, abrió las puertas de los vetustos anaqueles y liberó a las palabras enclaustradas, leyéndolas en silencio, recitándolas en voz alta, declamándolas a solas. Como aquel manchego loco, expurgó algunas obras arrinconándolas en un ángulo oscuro y salvó muchas otras del olvido, esparciéndolas por las mesas, haciéndolas visibles para futuros lectores incautos.
La biblioteca nunca sería un cementerio de libros olvidados, el profesor quería ladronas de libros y lectores de Julio Verne. Recurrió a una vieja estratagema o ardid, colocó unos cuantos títulos en una balda y puso un cartel: "Libros prohibidos: no leer". Infringir las normas, sortear la censura, ceder a la tentación…no podía fallar. No falló, fueron los libros más leídos. Libros libres, manoseados, ojeados y hojeados, que invitaban a pensar y reflexionar sin límites, a explorar el infinito en un junco. Una nueva Alejandría.
La biblioteca cobraba vida, los libros abrían sus páginas, las palabras escapaban de los párrafos y correteaban por encima de muebles y paredes. Los sustantivos jugaban con los adverbios al escondite tras las columnas, los adjetivos calificaban a los verbos y las conjunciones se unían a las preposiciones formando sintagmas inauditos. Menuda orgía de metáforas, vaya algarabía de zeugmas concatenados con litotes, mientras paradojas e ironías hacían de las suyas, jugando al equívoco. Un pronombre personal gritó: “pasapalabra” y se oyó una sonora carcajada de los determinantes, que habían desordenado las piezas de una ajedrez poniéndolas en un tablero de parchís. La interjección “ea” levantó sus hombros indicando su qué-se-le-va-a-hacer.
Leer despierta la imaginación y aviva el ingenio. Bibliófilos y bibliófagos. Ratones de biblioteca. Lectores ávidos y voraces. Amantes de las letras. Seguid leyendo entre tanto extravío y desvarío. Sed esa caterva de seres ilustrados que se alimentan de palabras que mantendrán la memoria habitada frente al olvido, que evitarán muchos de los males de este mundo. Luchad contra quienes desprecian los libros por considerarlos algo caduco e inservible. Leed, leed, leed, vivid la vida que otros soñaron, que diría Unamuno.