Reza un viejo proverbio que si lo que uno va decir no es más bello que el silencio, que no lo diga, y así evita a los demás el tener que escucharlo. El director teatral Hiroshi Koike afirmaba que “el silencio lo es todo” y que debería ser la norma, pues es en el silencio donde cualquier persona se percibe a sí misma con mayor agudeza. Supongo que el silencio en la escritura se correspondería con una hoja o espacio en blanco, o sea, en este momento, quizás debería dejar de escribir [...]
Sin embargo, algunos juntaletras somos pura paradoja y nuestra naturaleza contradictoria nos lleva a intentar expresar con palabras lo incomprensible o reaccionar ante lo extraordinario, sobre todo cuando lo que hasta ahora era indecible se transforma en realidad. En este caso, se trata de un viejo-nuevo asunto que perturba el silencio sobremanera: los neologismos en la lengua. El profesorado de Lengua, bueno, el profesorado en general, ha sido arrastrado, casi sepultado, por la avalancha de palabras nuevas que aparecen de forma súbita y explosiva y al tiempo desaparecen sin dejar rastro, tal es así que ni los diccionarios on line ni los lingüistas y lexicólogos más avezados son capaces de dejar constancia de su efímera existencia.
Este caudal léxico indómito e irrefrenable, incluso irreverente en algunos casos, está transformando los centros educativos en nuevas Torres de Babel donde coexisten docentes y discentes, condenados a no entenderse. Los docentes claman en el desierto con tecnicismos propios de cada materia, arcanos inextricables para el alumnado, o profieren los exabruptos de la sórdida neojerga educativa, que deja su poso de cieno pestilente. Los discentes berrean palabras pertenecientes al argot estudiantil y chapurrean palabros acuñados por esotéricos estilos musicales o por los nuevos usos digitales, víctimas propiciatorias de la violencia verbal destructiva, o poco instructiva, de las redes sociales a las que están expuestos sin control alguno.
Ya puede el Diccionario del Español Actual intentar describir el uso real de la lengua, inventariando vocabulario; ya puede crearse el Observatorio Global del Español para analizar la situación del español en su relación con la nueva economía de la lengua en la era digital; ya puede la Fundación del Español Urgente (promovida por la RAE y la Agencia EFE) batirse el cobre detectando préstamos de otras lenguas (extranjerismos), siglas o acrónimos insólitos y términos transgresores que invaden el mundo de la tecnología, la ciencia y los movimientos sociales, proponiendo alternativas ya existentes; ya puede el Glosario de Términos Lingüísticos intentar ordenar y aclarar aspectos gramaticales. Nada que hacer, la lengua muta a más velocidad de lo esperado y se torna inaprensible, aunque, como buena koiné, se adapte para favorecer la comunicación y el entendimiento.
Consciente de la imposibilidad de impedir ciertos usos, hace años que la Fundéu instituyó “La Palabra del año”, siguiendo el ejemplo de alemanes e ingleses, con el objetivo de ir registrando todos aquellos términos que generasen interés lingüístico por su origen, formación y uso o que hubiesen adquirido protagonismo el año de su elección. Así, al menos, iría quedando constancia de algunas novedades léxicas. En 2013 fue “escrache”; en 2014, “selfi”, que ganó a “postureo”; en 2015, tristemente fue “refugiado”; en 2016, “populismo”; en 2017, “aporofobia”; en 2018, “microplástico”; en 2019, “emoji”; en 2020, “confinamiento”; en 2021, “vacuna”; en 2022, “inteligencia artificial”; en 2023, “polarización”, superando a “fentanilo”, “fediverso”, “FANI”, “deepfake” o “ecosilencio”. Muchas otras palabras fueron finalistas dichos años: “autericidio”, “meme”, “wasapear”, “nomofobia”, “apli”, “amigovio” o “follamigo”, “youtuber”, “ningufonear”, “cuñadismo”, “uberización”, “mansplaining”, “aprendibilidad”, “bitcoin”, “hater”, “dreamer”, “hipster”, “spoiler”, “descarbonizar”, “VAR”, “dataísmo”, “procrastinar”, “ecocidio” y “ecoimpostura”, “alargascencia”, “coronavirus”, “infodemia”, “resiliencia”, “confinamiento”, “conspiranoia”, “tiktok”, “gigafactoría”, “sexdopaje”, “gripalizar”, etcétera. Unos palabros llegaron para quedarse, sustituyendo a los tradicionales; otros desaparecieron sin dejar huella; la conciencia lingüística eligió y descartó, sin piedad ni memoria.
En el uso hablado y escrito siguen apareciendo términos como “mewing”, “potaxie” vs “fife”, “ghosting”, “booktuber” o siglas como “NPC”, “IA” o “PEC”. El sistema lingüístico los acoge en su seno, sin cuarentena, observa y registra, se divierte. La norma controla y fiscaliza, aunque no juzga, si acaso advierte. Así que la Torre de Babel sigue creciendo entre boomers y millenials, influencers y followers, noob o pro, quienes a base de emplanismo y terraplanismo, de una manera random o mainstream, trolean la lengua que se entiende “ni tan mal”.
En fin, deberíamos hacer como el poeta Halley y Serrat, quienes iban acogiendo palabras abandonadas en su palabrera y, tras cuidarlas y mimarlas, las dejaban volar, quedándose en casa acariciando aquel vocablo mudo llamado silencio y asumiendo que todo es ley de vida.