Aurea mediocritas

Nacho García

Palabros

Ya puede el Diccionario del Español Actual intentar describir el uso real de la lengua, inventariando vocabulario

Reza un viejo proverbio que si lo que uno va decir no es más bello que el silencio, que no lo diga, y así evita a los demás el tener que escucharlo. El director teatral Hiroshi Koike afirmaba que “el silencio lo es todo” y que debería ser la norma, pues es en el silencio donde cualquier persona se percibe a sí misma con mayor agudeza. Supongo que el silencio en la escritura se correspondería con una hoja o espacio en blanco, o sea, en este momento, quizás debería dejar de escribir [...]

Sin embargo, algunos juntaletras somos pura paradoja y nuestra naturaleza contradictoria nos lleva a intentar expresar con palabras lo incomprensible o reaccionar ante lo extraordinario, sobre todo cuando lo que hasta ahora era indecible se transforma en realidad. En este caso, se trata de un viejo-nuevo asunto que perturba el silencio sobremanera: los neologismos en la lengua. El profesorado de Lengua, bueno, el profesorado en general, ha sido arrastrado, casi sepultado, por la avalancha de palabras nuevas que aparecen de forma súbita y explosiva y al tiempo desaparecen sin dejar rastro, tal es así que ni los diccionarios on line ni los lingüistas y lexicólogos más avezados son capaces de dejar constancia de su efímera existencia.



Este caudal léxico indómito e irrefrenable, incluso irreverente en algunos casos, está transformando los centros educativos en nuevas Torres de Babel donde coexisten docentes y discentes, condenados a no entenderse. Los docentes claman en el desierto con tecnicismos propios de cada materia, arcanos inextricables para el alumnado, o profieren los exabruptos de la sórdida neojerga educativa, que deja su poso de cieno pestilente. Los discentes berrean palabras pertenecientes al argot estudiantil y chapurrean palabros acuñados por esotéricos estilos musicales o por los nuevos usos digitales, víctimas propiciatorias de la violencia verbal destructiva, o poco instructiva, de las redes sociales a las que están expuestos sin control alguno.

Ya puede el Diccionario del Español Actual intentar describir el uso real de la lengua, inventariando vocabulario; ya puede crearse el Observatorio Global del Español para analizar la situación del español en su relación con la nueva economía de la lengua en la era digital; ya puede la Fundación del Español Urgente (promovida por la RAE y la Agencia EFE) batirse el cobre detectando préstamos de otras lenguas (extranjerismos), siglas o acrónimos insólitos y términos transgresores que invaden el mundo de la tecnología, la ciencia y los movimientos sociales, proponiendo alternativas ya existentes; ya puede el Glosario de Términos Lingüísticos intentar ordenar y aclarar aspectos gramaticales. Nada que hacer, la lengua muta a más velocidad de lo esperado y se torna inaprensible, aunque, como buena koiné, se adapte para favorecer la comunicación y el entendimiento.

Consciente de la imposibilidad de impedir ciertos usos, hace años que la Fundéu instituyó “La Palabra del año”, siguiendo el ejemplo de alemanes e ingleses, con el objetivo de ir registrando todos aquellos términos que generasen interés lingüístico por su origen, formación y uso o que hubiesen adquirido protagonismo el año de su elección. Así, al menos, iría quedando constancia de algunas novedades léxicas. En 2013 fue “escrache”; en 2014, “selfi”, que ganó a “postureo”; en 2015, tristemente fue “refugiado”; en 2016, “populismo”; en 2017, “aporofobia”; en 2018, “microplástico”; en 2019, “emoji”; en 2020, “confinamiento”; en 2021, “vacuna”; en 2022, “inteligencia artificial”; en 2023, “polarización”, superando a “fentanilo”, “fediverso”, “FANI”, “deepfake” o “ecosilencio”. Muchas otras palabras fueron finalistas dichos años: “autericidio”, “meme”, “wasapear”, “nomofobia”, “apli”, “amigovio” o “follamigo”, “youtuber”, “ningufonear”, “cuñadismo”, “uberización”, “mansplaining”, “aprendibilidad”, “bitcoin”, “hater”, “dreamer”, “hipster”, “spoiler”, “descarbonizar”, “VAR”, “dataísmo”, “procrastinar”, “ecocidio” y “ecoimpostura”, “alargascencia”, “coronavirus”, “infodemia”, “resiliencia”, “confinamiento”, “conspiranoia”, “tiktok”, “gigafactoría”, “sexdopaje”, “gripalizar”, etcétera. Unos palabros llegaron para quedarse, sustituyendo a los tradicionales; otros desaparecieron sin dejar huella; la conciencia lingüística eligió y descartó, sin piedad ni memoria.

En el uso hablado y escrito siguen apareciendo términos como “mewing”, “potaxie” vs “fife”, “ghosting”, “booktuber” o siglas como “NPC”, “IA” o “PEC”. El sistema lingüístico los acoge en su seno, sin cuarentena, observa y registra, se divierte. La norma controla y fiscaliza, aunque no juzga, si acaso advierte. Así que la Torre de Babel sigue creciendo entre boomers y millenials, influencers y followers, noob o pro, quienes a base de emplanismo y terraplanismo, de una manera random o mainstream, trolean la lengua que se entiende “ni tan mal”.

En fin, deberíamos hacer como el poeta Halley y Serrat, quienes iban acogiendo palabras abandonadas en su palabrera y, tras cuidarlas y mimarlas, las dejaban volar, quedándose en casa acariciando aquel vocablo mudo llamado silencio y asumiendo que todo es ley de vida.