Las tradiciones, como las modas, nacen, crecen, mutan y desaparecen, unas veces por el hartazgo de la repetición, otras veces porque pierden su esencia. También pueden morir de éxito. No se sabe si ciertas nuevas celebraciones se han ido filtrando inconscientemente o imponiendo a conciencia, hasta su completa normalización, lo cierto es que están afectando a las antiguas costumbres por el cambio que conllevan.
Ese constructo sociocultural en el que se ha transformado el tradicional tiempo de Navidad-Epifanía (unos doce días desde el siglo IV) se prolonga, aquí, en Jaén donde residimos, hasta San Antón (cuatro peos y un follón). Durante todo ese periodo navideño, nuestra ciudad se ha convertido en un macrocomplejo hiperconsumista que ha atraído a un enjambre de abejas al panal del gasto desmedido, con una excéntrica luminotecnia que intentaba eliminar las sombras de su anodina existencia, sólo alterada por la retransmisión de las campanadas y, a última hora, con el mágico adelanto de la cabalgata real. ¡Menudo sobresalto!
Mucha gente añora el recogimiento y la sencillez de antaño, aquella humildad más cercana a la festividad que se celebraba. Pero vivimos en la era en la que, como afirmaba Salman Rushdie, puede pasar de todo. Y, de hecho, pasa de todo, además, todo a la vez y, encima, todo vale. A las festividades tradicionales se han ido sumando nuevas celebraciones pretenciosas hasta conformarse un batiburrillo kitsch, con una estética cuando menos extravagante. Conviven desde hace tiempo belenes y árboles de Navidad, Papá Noel y Reyes Magos, villancicos y Christmas hits. Más recientemente, triunfan las comidas-cenas de trabajo y la Tardebuena, con calles y terrazas llenas de viejóvenes, boomers disfrutones, como si no hubiera un mañana. Todo lo no acostumbrado se vuelve inaudito. Es normal que se invierta el proverbio de Terencio y todo lo humano resulte cada vez más ajeno.
Una de esas viejas nuevas tradiciones que se ha desorbitado es la Carrera de San Antón. Lo que en origen era una competición deportiva allá por los años ochenta se ha convertido en una extraordinaria Fiesta de Interés Turístico Nacional, más bien un exacerbado Producto Económico y Comercial. Las lumbres en torno a las cuales se comían rosetas y se cantaban melenchones se han convertido en hogueras de vanidades, donde prima el postureo, el ver y dejarse ver. Todo empieza con la estresante adquisición de dorsal de diez mil corredores y su estabulación en coloridos cajones, no vaya a ser que se mezclen churras con merinas, cuando hace tiempo que lo deportivo es lo de menos. Y es que la carrera ha transmutado, sufriendo una especie de metamorfosis cuyo impacto socioeconómico es indudable, no sé si cuestionable.
Aún así y pese a todo lo anterior, el caso es que la nueva vieja tradición se ha instaurado y ya casi forma parte de nuestra idiosincrasia, por la intensidad e ilusión con las que los jiennenses la vivimos y la sentimos. Es maravilloso contar o escuchar las anécdotas sobre las veces que se ha participado, el agobio por el gentío, el cántico gamberro en el paso subterráneo, la dureza de la Avenida de Madrid o Los Escuderos (peores que la cuesta de enero), la imagen de la catedral bajando desde el Camarín del Abuelo, lo especial de algunos tramos entre antorchas o las revueltas intrincadas por Santa Isabel antes de afrontar el interminable Gran Eje. Al final, lo de menos es correr o ver la carrera, sino dejarse imbuir por el ambiente de alegría y buen rollo durante el evento o después, cuando llegan las historietas y chascarrillos sobre el devenir de la prueba.
La San Antón parece haberse tatuado a fuego en la piel del lagarto. Ay, el fuego fatuo y su poder taumatúrgico. Se quema lo viejo, arden los malos augurios y todo se reduce a cenizas, que tendrán el sentido que cada cual quiera darles. A mí, las lumbres siempre me recuerdan a la pira tras el escrutinio de la librería de Don Quijote o al incendio de la laberíntica biblioteca de El nombre de la Rosa. Seguro que una vez más me quedaré hipnotizado pensando qué libros condenaría, como el cura y el barbero, o cuáles salvaría de las llamas, como Guillermo de Baskerville en la abadía benedictina.