Con perspectiva sureña

Antonia Merino

El día que quisieron matar también al periodismo

En aquel atentado se fraguó también una manera de hacer política y de hacer periodismo que a día de hoy funciona como una maquinaria perfectamente engrasada

Hace dos décadas España se rompió en mil pedazos. Un atentado yihadista nos dejó, un jueves 11 de marzo de 2004, un rastro de dolor y rabia difícil de olvidar: 192 muertos y cerca de 2.000 heridos tras la explosión de 10 artefactos en cuatro trenes de cercanías de Madrid. El peor atentado sufrido en España y el mayor perpetrado en suelo europeo. Aquel día y los siguientes el sufrimiento de las víctimas se visualizó en las miles de imágenes que los medios de comunicación difundieron desde el minuto uno. Imágenes tan espeluznantes que era imposible comprender semejante brutalidad. El atentado tuvo lugar tres días antes de las elecciones generales, las que perdería el PP después de que el Gobierno de José María Aznar alimentara la teoría de conspiración con ETA como autora del atentado. El histórico gurú del PP, Pedro Arriola, fue el que dijo la famosa frase: “Si han sido los islamistas perdemos las elecciones. Si es ETA ganamos por mayoría absoluta”. Pero aquella matanza era la consecuencia de una guerra. El atentado clavaba sus raíces en Irak. Con la excusa de unas inexistentes armas de destrucción masiva, el trío de las Azores (Aznar, Blair y Bush) declaró una guerra unilateral, sin el apoyo de las Naciones Unidas ni siquiera de los principales aliados europeos, y en España, sin apoyo de ningún partido, salvo el PP, y con la población en contra. Un conflicto que provocó cientos de miles de muertos en Irak, desestabilizó aún más la región (Oriente Medio) y nos colocó en la diana. Y la maquinaria yihadista nos golpeó de la peor manera posible. Recuerdo que aquel 11-M, desde primera hora de la mañana, los teletipos echaban humo. No paraban de escupir información sobre lo sucedido. Multitud de noticias hablaban de una masacre sin precedentes en nuestro país. Y tras las primeras informaciones relatando lo ocurrido llegó la hora de apuntar a los responsables. Y ahí comenzó la esquizofrenia del Gobierno de Aznar que trató por todos los medios hacernos creer que la banda terrorista ETA estaba detrás de la masacre, a sabiendas de que era mentira (Al Qaeda reclamó la autoría en un medio londinense). La investigación apuntó en todo momento al terrorismo islámico, una teoría que quedó demostrada en el juicio sin margen de duda. Hoy esa verdad sigue siendo cuestionada por periodistas y medios afines a la derecha, convertidos en la punta de lanza de la difusión de bulos sucesivos y sistemáticos sobre la matanza de los trenes. En aquel atentado se fraguó también una manera de hacer política y de hacer periodismo que a día de hoy funciona como una maquinaria perfectamente engrasada. Las fake news (mentiras) comenzaron a ramificarse. Desde entonces las informaciones sin contrastar, la propaganda y los bulos están a la orden del día, medios que no viven de suscriptores ni de las ventas (reales) sino de la publicidad institucional, en ocasiones encubierta y que pagamos todos, se convierten en siervos de políticos y empresas que los utilizan a su antojo y para sus propios fines. Se miente a conciencia o se calla a conciencia, pero nada de ello tiene que ver con el periodismo comprometido que diferencia entre hechos y opiniones. Algunos renuncian sistemáticamente a la verdad y el compromiso con ella, que se halla en el código deontológico de los periodistas se vulnera y se quebranta sin pudor, incluso en uno de los momentos más duros vividos en nuestro país. Quizás por ello hay que recordar que la información y la opinión ajenas a la verdad son un fraude y que sin una información y una opinión veraces no hay democracia.