Mucho antes de que la cosa oliera a turrones y uvas, el alcalde de Vigo, Sr. Caballero, cacareaba a las cuatro vientos que las fiestas navideñas de esta ciudad iban a ser las más iluminadas de la península Ibérica. Me imagino que tan lúcida celebración no iba a ser gratuita, pero debo suponer, que el “primer edil”, como ahora se les llama, debe de tener atendidas todas las necesidades sociales, de servicios y urbanísticas, para dedicar ese derroche de ”farde”. Para justificarse, en un programa hormigoso de televisión, evaluaba el bajo coste de gasto energético, con led de última tecnología. No dijo cuánto era el coste de la instalación y alquiler de toda la iluminación; callaba como Lázaro con el ciego cuando comía las uvas. <>. << Perdón, es Abel, que tanta luz me ciega>>. El segundo gran argumento es que había redescubierto la navidad, oculta en las “pelis” de la Warner y la Paramount al más puro modelo americano. Esa por la que, los no creyentes en “el sistema”, debemos ser anatemizados. Las luces, han servido de guía a los navegantes para llevarlos a buen puerto. Es como el faro de Vigo. También sirven para atraer a los insectos, que creen encontrar la mañana, y acaban en la noche perpetua. Todo depende de su utilización. La de ahora pretende cobijarse en aquel antiguo espíritu de la navidad. Ese en el que no había, porque no se tenía. No me refiero al espíritu, no, que algunos han vuelto a releer la frase para sacarle punta. Lo que no existía era ese desaforado deseo de consumo por el que se identifica ahora nuestra existencia. Había luces, si, pero eran otras cosas más sencillas las que olían a navidad. El ir y venir al horno para hacer los mantecados. Sacar las figuritas de barro de aquellos vecinos del pueblo de Belen, damnificados por el uso de los años. Ir a por serrín a la carpintería más próxima. O esa noche del veinticuatro que congregaba a la familia a cuyo número aumentaba para romper soledades y aunar vínculos del clan. Y todo alrededor de una mesa sin oropeles, una humilde sopa reconfortante y un pavo en pepitoria, a lo sumo, para terminar con los dulces artesanados en la propia casa y horneados en la tahona cercana. El día siete de enero, te quedaba el regusto de los momentos. No había añoranza de luces, sino de gestos, de encuentros, de abrazos. Ahora, se evalúa el consumo y los beneficios obtenidos en las ventas de este período. Para eso están las luces, la de ese Abel y la de tantos y tantos “Abeles”. Pienso que a Abel no lo mató Caín. Lo mató el Ibex 35.,>