En alusión a la expulsión de los mercaderes del templo de Jerusalén, como se narra en los Evangelios, Franklin D. Roosevelt, treinta y dos presidente de los Estados Unidos de América, proclamó en su discurso de investidura, marzo de 1933: “los cambistas han abandonado el lugar preeminente que ocupaban en el templo de la civilización. Ahora podemos devolver a ese templo sus antiguos valores: para ello habremos de observar principios más nobles que el del simple beneficio económico.” Son palabras repetidamente citadas que noventa años más tarde conservan su frescura y su verdad y, a mi juicio, representan la exigencia de un compromiso universal, el rechazo de la riqueza material como medida del éxito. Hoy, cuando alcanzamos el primer cuarto del siglo XXI, un párrafo del citado discurso de Roosevelt, nos recuerda que “la felicidad no radica en tener dinero, sino en el placer del trabajo bien hecho, en la emoción que produce el esfuerzo creativo. No olvidemos, en la insensata búsqueda de ganancias efímeras, el gozo y la satisfacción moral que acompañan al ejercicio de un oficio.”
Vivimos tiempos en los que, como el que no quiere la cosa y es notorio (lo he repetido hasta el infinito), la corrupción y la desigualdad se han instalado entre nosotros y no parece que quieran irse, entre otras razones, porque todos aceptamos esas lacras como lo más natural del mundo y trabajamos muy poco para erradicarlas. No hay voluntad política para hacerlo. Hoy, los humanos sólo tenemos certeza de la propia incertidumbre, a la que hemos normalizado en perjuicio de la confianza; mejor, de una permanente crisis de desconfianza. Hoy parece que la confianza se ha trasladado a los seguidores/“followers” de los “influencers” mercenarios que se hacen ricos gracias a las marcas y productos que publicitan. Los “influencers” han anulado a los referentes, a los ejemplos. Y el problema de nuestra época es que las personas no quieren ser útiles sino famosos, ricos e importantes. Cierto que cada vez hay menos personas en las que mirarse, pero muchos trabajamos por recuperar la sabia y latina conseja: “Es menester y escoger y tener siempre ante nuestros ojos a algún hombre virtuoso, a fin de vivir como si nos viere y de obrar como si nos contemplase”. Dados los antecedentes que arrastramos, por favor, olvidemos a los políticos.
También son días, o años, vaya usted a saber, en los que prima el deseo irrefrenable del éxito frente al trabajo y el esfuerzo para conseguir la excelencia. Es decir, se prefiere y se busca -no importa cómo y me importa repetirlo- el brillo refulgente y no la luz que ilumina, olvidando los que Séneca le escribía a Lucilio: “…la luz tiene un origen bien determinado en si misma mientras que el resplandor brilla con claridad prestada.”
Lo difícil no es tener éxito. Lo difícil, decía Albert Camus, es merecerlo. Y, aunque lo merezcamos, su semejanza con el mérito engaña a hombres y mujeres. Al fin y al cabo, el éxito no es más que el resultado, bueno o malo, de una empresa o de una acción, y normalmente es pasajero. Sin huir del éxito, ni buscarlo a toda costa, deberíamos trabajar por la excelencia que, señores mandamases, no es más que la virtud del excelente, el “arete” griego, la “virtu” romana libre de moralina, la virtud del Renacimiento. Cumplir responsablemente con nuestro deber, el deber de ser responsables si queremos permanecer libres y, ojala, iguales; sobresalir en nuestro comportamiento ético y en nuestro compromiso, con coherencia y haciendo verdad cuanto dijimos.
Comparto mis reflexiones porque hace unos días recordé que, siendo muy niño, mi padre me enseñó una palabra, cancamusa, que -aunque está en desuso- viene al pelo en estos tiempos que corren: dicho o hecho con que se pretende desorientar a alguien para que no advierta el engaño de que va ser objeto.