Septiembre, y también en octubre, siempre al albur de la visita de las necesarias aguas, son meses en los que se celebran muchas fiestas en los pueblos y ciudades de Jaén, y en toda España, pero en Andalucía las cosas son diferentes, no porque esta tierra lo sea, que también, sino porque -como explica Acquaroni- sentirse andaluz es una ‘cuestión endógena’ que rebasa todo localismo y que impulsa al andaluz hacia la universalidad desde la lujuria permanente por su tierra. Esa excitación de los sentidos, que carga de barroquismo sensual la Semana Santa y de festividad pagana las romerías, convierte en apoteosis de luz y de sonido las ferias, una institución originariamente comercial y castellana a la que los andaluces aportaron jolgorio y la alegría y el calor que, a lo largo de los años, ha transformado en fiesta llena de luz, color, diversión y frenesí el inicial y frío negocio agrícola y ganadero.
Y esto viene de antiguo, claro. Porque el espíritu festero debió trasladarse a las Américas: Potosí (en la actual Bolivia y ya sin la plata que nos enviaron a raudales) que hacia la mitad del siglo XVII era una de las ciudades más habitadas y ricas del mundo, en 1608, dicen las crónicas, festejó las fiestas del Santísimo Sacramento con seis días de comedias y seis noches de máscaras, ocho días de toros y tres de saraos, dos de torneos y otras fiestas. Ya lo quisiera para sí cualquier concejal de festejos de ayuntamientos que se gastan lo que no tienen en armar extensos y carísimos programas de ferias, que no tienen hartura ni medida, y olvidan aquello que Séneca le escribió a Lucilio: “¿Me pides cual es la medida de las riquezas? En primer lugar tener lo que es necesario; después, lo que es suficiente.”
Escribo esto y recuerdo el pregón de la Feria y Fiestas de San Miguel que el pasado 24 de septiembre pronunció en su Úbeda natal el prestigioso catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense, José Luis Villacañas. Un pregón lejos de alharacas y quejíos, un hermoso texto -lleno de gratitud- que homenajeaba a una generación, la de nuestros padres y madres, que hizo posible la transición de la que tanto hemos disfrutado. Seguramente la mejor representación de este hermoso país son esas clases bajas y medias que en pueblos y ciudades medianas, lejos de las grandes capitales, nos educaron en la cultura del esfuerzo, el trabajo y la decencia (siempre avalada por la tradición, como dice Villacañas), nos enseñaron a no odiar y fueron capaces de ayudar a construir un futuro democrático y en paz lleno de esperanza. A esas generaciones de nuestros mayores les debemos gratitud inmensa y devoción profunda.
Porque los que nos fuimos a estudiar fuera de nuestros pueblos y ciudades a los dieciséis años y volvemos a ellas cada cierto tiempo, también sabemos ahora lo que es amar a la tierra que nos vio nacer, queriéndola como solo se ama en la distancia. Y nuestro mayores, sin que nadie se lo dijera, sabían entonces, al separarse de nosotros, que sólo desde la educación, la cultura y el conocimiento los hombres y las mujeres nos hacemos más sabios, más libres y más demócratas y, por ende, más justos, mejores profesionales y ciudadanos cabales. Si somos honestos, no deberíamos olvidar nunca que, como escribió Platón, aprender es recordar.
En fin, volvamos a las ferias y fiestas, que es lo que toca, lejos de investiduras y de los insultos y descalificaciones en los que se entretienen nuestros políticos. A una edad provecta, hay que recordar lo que escribió Madame Curie: “Cuanto más se envejece, más se siente que gozar del presente es un don precioso, comparable a un estado de gracia.”· Que así sea.