Impulsada desde ámbitos académicos minoritarios, con el aval de alguna corriente de teoría política y habida cuenta de que corren tiempos especialmente difíciles para la democracia, ya se habla -sin que sea moda todavía- de la llamada lotocracia, una propuesta para que los representantes de los ciudadanos en las cámaras, asambleas o municipios no se escojan por votación sino por sorteo. Una fórmula que ahora recobra actualidad tras las positivas prácticas de los griegos hace dos mil años, de las que se implantaron en las repúblicas de Venecia y Florencia en el Renacimiento y las más recientes y limitadas experiencias en Canadá, Irlanda, Islandia y Holanda. La lotocracia, que promueve la igualdad política y un mayor acercamiento entre gobernantes y gobernados, propone reemplazar las elecciones tradicionales por un sistema de sorteo entre los ciudadanos para el desempeño de los cargos públicos por los que resulten elegidos. Nadie duda de que la implantación de este sistema no sería nada fácil, pero sus defensores están seguros de que podría ayudar a conseguir un modelo democrático más participativo e igualitario exento de polarización y de intereses espurios.
Angus Deaton, premio Nobel de economía en 2015, estaba convencido de que la desigualdad corrompe la democracia, y ejemplos tenemos: el mundo ya no es el que conocíamos hace tan solo 20 años. La crisis del 2008, las guerras de Ucrania y Gaza, los aranceles de Trump y, sobre todo, Trump mismo; la creciente tensión comercial han venido a confirmar una tendencia que, como se dice en “El Orden Mundial” (Ariel), venía gestándose desde los atentados del 11S en 2001: hemos dejado atrás el orden liberal y entramos en una etapa más volátil, compleja y peligrosa. El regreso de las armas frente a la diplomacia, los autócratas del poder absoluto, el auge de nuevas potencias y el debilitamiento del multilateralismo son las fuerzas que marcan el rumbo geopolítico de esta nueva era. También el desgaste institucional, la ineficacia de organismos multinacionales, el populismo, la crisis climática o el repliegue y casi abandono de la globalización. El poder de las grandes empresas es absolutamente increíble, y la riqueza de los grandes dirigentes aún más. En pocos meses, seguramente en el primer trimestre de 2026, la riqueza personal de Elon Musk, el hombre más rico del mundo, superará el medio billón de euros.
Nuestro admirado Colín Crouch decía que era, y es, necesario intentar cambiar el rumbo de la vida política contemporánea de la deriva inexorable hacia la posdemocracia, y actuar en tres niveles: con políticas que intenten detener el creciente dominio de las élites empresariales; con políticas que aborden la reforma de la política en cuanto tal y, por último, con medidas que posibiliten la actuación de los propios ciudadanos interesados. Por ejemplo, hacer frente al dominio empresarial buscando una fórmula que nos permita mantener el dinamismo emprendedor del capitalismo, “al tiempo que evitamos que las empresas y sus ejecutivos dispongan de un poder incompatible con la democracia (…/…) que ha hecho nacer oligopolios en lugar de mercados libres”. En el fondo, la posdemocracia es una situación en la que los valores democráticos de participación e igualdad se van perdiendo al tiempo que las grandes multinacionales dejan de ser centros económicos para consolidarse como centros de poder, también político, algo que siempre han perseguido.
Sin perder de vista la realidad social, hablar de una Sociedad Civil (sin medios casi siempre) como impulsora de la modernización no es suficiente, aunque de ella tienen que surgir los movimientos sociales que nos ayuden a insuflar la necesaria vitalidad de la democracia renovada, y sean capaces de ordenar procesos electorales democráticos que no sean campañas de marketing empresarial en las que se venden productos con engaños y falsedades. Trabajar con espíritu crítico es nuestro camino: las convicciones -escribió Federico Nietzsche- son enemigos más peligrosos de la verdad que las mismas mentiras.