Alguna vez me he confesado admirador de Ralph Waldo Emerson, a mi juicio, uno de los grandes humanistas (?) norteamericanos del siglo XIX (falleció en 1883, con casi ochenta años) que se dedicó a escribir discursos y ensayos, dar conferencias, publicar libros de viajes y algunos hermosos poemarios. Pudo hacerlo porque Emerson enviudó dos veces, heredó importantes cantidades y dispuso de fondos suficientes para hacer lo que más le gustaba: viajar, conferenciar, escribir y disfrutar de la vida. Fue inspirador del movimiento trascendentalista que, en palabras del propio Emerson, predicaba para cada individuo una relación original -y única - con el universo.
Hacia 1850 Emerson publicó un breve ensayo sobre Platón (‘Platón, o el filósofo’) en el que ensalzaba al griego como el sabio -decía- que, como todos los hombres de su dimensión, consumió toda su época. Emerson creía, y así lo dejó escrito, que de Platón “proceden todas las cosas que todavía se escriben y se debaten entre los hombres de pensamiento y [el griego] ha sido la Biblia del erudito durante veintidós siglos.” Lo cierto es que leer hoy a Platón invita a dudar y cuestionar cualquier opinión, porque el filósofo representa todavía, además del espíritu crítico, el ejemplo del antidogmatismo, más en esta época irreverente y canalla, que se inventa el relato y vende como certezas inmutables mentiras, falsedades y engaños permanentes. Vivimos una época en la que las ilusiones se han perdido y Platón se sigue haciendo más necesario que nunca: dudar y ser críticos siempre nos hace más libres.
En verano (y de esa costumbre nace este articulo) aprovecho los días de descanso y reflexión para releer a escritores o personajes que me siguen interesando por lo que dicen o hacen. Por ejemplo, el Abate Dinouart, francés y autor de “El arte de callar”, publicado en 1771. Nuestro Abate, que tenía fama de plagiador y fue excomulgado, escribió que “el primer grado de la sabiduría es saber callar; el segundo, saber hablar poco y moderarse en el discurso; el tercero, saber hablar mucho, sin hablar mal y sin hablar demasiado.” Probablemente la reflexión/afirmación este copiada de alguien, pero encierra mucho de verdad, más allá de que estar en silencio es una situación, un algo a veces tan lejano y difícil, pero siempre tan hermoso que -por eso precisamente- solo aciertan a expresarlo los poetas: “Callando cuando se ha recordado mucho/cuando no se puede recordar”, como escribió Claudio Rodríguez en sus ‘Poemas laterales’.
La reflexión inmediata es que existen algunas diferencias entre estar callado, normalmente porque no se sabe que decir, y estar voluntaria y conscientemente en silencio. Como las hay entre una cosa grande y una gran cosa. Lo grande es aquello que supera en tamaño, intensidad e importancia a lo normal: un piso grande, un automóvil grande, una empresa grande. Por contra, y a veces como complemento, gran es un adjetivo que solo se usa en singular y delante del sustantivo, precisamente para realzar su importancia: un gran hombre, una gran proyecto, una gran alcaldesa, una gran paella, un gran poema…
Y, del siglo XVIII, cuando el Abate escribió su breviario contra la charlatanería y el exceso de malos libros, regresamos al siglo V a.C., cuando Pericles, llamado el Olímpico, el gran orador, ejerció el liderazgo político en Grecia y definió, según recoge Tucídides, las cuatro cualidades que debía poseer el buen gobernante, una excelente y vigente guía para que la apliquen los políticos veteranos y los que ahora se inician en tareas de gobierno: primero, tener claras las ideas sobre lo que debe hacerse; segundo, saber explicarlas para convencer; tercero, amar la ciudad, el común, la cosa pública; y cuarto, no aceptar sobornos. A mi se me ocurre que falta una quinta, no menos importante, en la que debería basarse la democracia y con la que desaparecerían los dogmatismos: dialogar. Y la formula a seguir -como hemos escrito tantas veces- la descubrió Antonio Machado en su ‘Juan de Mairena’: “para dialogar, preguntad primero; después, escuchad”.