Luces a lo lejos

José Luis Villacañas Berlanga

50 años de la muerte de Américo Castro

Este año se cumplen cincuenta años de la muerte de Américo Castro, el gran intelectual que transformó la percepción tradicional de la historia española...

 50 años de la muerte de Américo Castro

Foto: EXTRA JAÉN

Américo Castro.

Este año se cumplen cincuenta años de la muerte de Américo Castro, el gran intelectual que transformó la percepción tradicional de la historia española. Su gran hazaña fue poner en valor el pasado andalusí como el elemento más fundamental de nuestra historia. Con anterioridad a Américo Castro se suponía que nuestra historia era la continuidad de una esencia hispana que, desde Séneca hasta Menéndez Pelayo, se desplegaba a través de los tiempos como una unidad de carácter. Esa unidad de espíritu hacía necesaria la unidad política. Desde la Hispania de los romanos a la “una, grande y libre” de Franco, pasando por el reino de los visigodos y la larga fila de nuestros reyes, la misma realidad política, cultural y moral se hacía presente en el tiempo. Y los que no podían llamarse cristianos, como Séneca, eran considerados como precursores, profetas paganos del Dios cristiano.
Desde esta perspectiva era normal que la gran hazaña española fuera la larga lucha contra el islam, eso que nos enseñaron cuando éramos chicos, la Reconquista. Aquí, la esencia de España se activaba por obra y gracia de los caudillos astures que mantenían esa larga disputa con su eterno enemigo, el islam. Y justo por eso, Castilla, la más activa contra los musulmanes, era la que con más legitimidad podía representar a España, hasta confundirse con ella. La epopeya española era castellana y el Cid se elevó a los altares del español arquetípico, con sus virtudes guerreras, su orgullo, su honor, su rebeldía y su fidelidad. Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal construyeron este relato centrado en Castilla con el que en cierto modo se hacía frente a la renovación intelectual de la identidad catalana, vasca o gallega.

Castro reaccionó contra este relato, que era el de sus maestros, para cambiar por completo la forma de entender nuestra autopercepción como colectividad. Convencido republicano, hombre liberal, conectado con la Institución Libre de Enseñanza, amigo personal del granadino Fernando de los Ríos, Castro fue embajador de la República en Alemania. Cuando la república de Weimar sucumbió ante la violencia nazi, Castro conoció de forma directa los efectos del criminal ideario nazi y de la violencia de su antisemitismo. Como muchos republicanos posteriores, exiliados por Europa, Castro, a pesar de su estatuto de embajador, recibía insultos por la calle y amenazas de sus vecinos, hasta el punto de no salir de casa para exponerse a las iras de los energúmenos. Su pelo negro, su barba tupida, y su fenotipo semítico, fueron suficientes para compartir las inquietudes y los miedos de los alemanes judíos.

Esta experiencia debió generar en él la comprensión de la dificultad de entender la historia de España como un proceso homogéneo con la historia de la Europa. Cuando la Guerra Civil estalló, con una violencia fanatizada, su talante le llevó a proclamar públicamente que la República debía garantizar la libertad de conciencia religiosa, por lo que condenó los asesinatos por motivos religiosos. Justo por eso fue amenazado por los más radicales. Un aviso le permitió escapar y salvar la vida. Por mucho que él siempre aspirase a poner nuestra ciencia a la altura de las universidades europeas, se dio cuenta de que no éramos un país europeo más y a partir de 1938 se entregó a estudiar nuestra historia de modo que pudiera explicarse la crueldad y el fanatismo de aquella guerra.



Su tesis más profunda es que los poderes cristianos que se organizaron en la península tras la fecha de 711 quedaron fascinados por la civilización andalusí, por su monumentalidad, su cultura, su productividad, su riqueza. Los castellanos vieron la causa fundamental de todos esos bienes en la intensa fe religiosa musulmana. De este modo, se sintieron inclinados a imitarlos y dotar todos los aspectos de la vida de un fanatismo religioso que tenía que superar el de los propios musulmanes para poder vencerlos. Así se forjó el mito de Santiago como un anti-Mahoma. Sin embargo, la imitación del islam llevada a cabo por los castellanos, sin los refinamientos de su forma de vida, sin contacto alguno con la cultura clásica greco-romana, muy asentada en la civilización andalusí, procedente del espléndido Damasco, cargó las tintas con un fanatismo religioso que todavía se podía apreciar en la Guerra Civil.

Sin la referencia a los andalusíes no se podía entender la forma de vivir de los castellanos. Pero esta era ampliamente contradictoria. Como fanáticos imitadores de la fe de los musulmanes, tenían que aparecer firmes, enérgicos, seguros de sí mismos, autoafirmativos. Pero como imitadores, no dejaban de sentirse inseguros, faltos de convicción, incapaces de creatividad. El vivir hispano era así capaz de grandes cosas cuando estaba inspirado por el momento álgido del fanatismo, pero incapaz de mantener un cordial ritmo natural de la vida histórica. Las irrupciones violentas eran seguidas siempre de un desencanto paralizante y cínico. El pícaro era la figura que se movía entre estos abismos de la autoafirmación y de la desolación.

De este modo, Castilla estaba bien preparada para la guerra, pero para nada más. El equilibrio andalusí entre un poder ciertamente espléndido y una base social productiva; entre una gran cultura y una clase de agricultores y artesanos eficientes; entre una vida urbana refinada y una estructura familiar bien asentada en las aljamas y en las alquerías; entre una cultura de corte y una cultura popular escolarizada en el Corán, en la Biblia y las tradiciones talmúdicas, pero también en la tradición latina de san Isidoro; en suma, la relativa convivencia entre las tres religiones asentadas en esa forma de vida económicamente compleja, que ha dejado los nombres de todos los oficios artesanales y de todas las ciencias, esa convivencia andalusí no fue imitada en su integridad por los norteños castellanos, generando así una historia desequilibrada en la que el poder reinaba sobre la pobreza, y sólo era rico cuando conquistaba la riqueza de otros.

Esa contraposición y diálogo, esa unilateral imitación entre al-Ándalus y Castilla, era ahora lo que explicaba la historia de España. Castro mostró que, en este diálogo, Castilla no había representado la mejor parte. Al contrario, de forma intuitiva pero bien fundada, defendió que la mayor grandeza literaria y artística de España hasta bien llegado el siglo XVII, la habían producido los restos de aquellas estirpes andalusíes, ya fueran musulmanes o judíos, mudéjares y conversos. Y eso, vernos también como portadores de esas dos grandes culturas, y no solo de la cultura latina, fue lo específico de España y lo que no tenía parangón en los demás países europeos. Al hacerlo, Castro transformó la autoconciencia española para siempre. Y es una pena que cincuenta años después de su muerte no sea reconocido como el gran transformador de la historia hispana y sea ignorado por los que todavía defienden la unilateral Castilla.