Luces a lo lejos

José Luis Villacañas Berlanga

Fidelidad

Salí de Úbeda el año 1971. Quería ser filósofo, y en Granada, el destino natural de los amigos de Bachillerato, todavía no existía la especialidad...

 Fidelidad

Foto: EXTRA JAÉN

Úbeda.

Salí de Úbeda el año 1971. Quería ser filósofo, y en Granada, el destino natural de los amigos de Bachillerato, todavía no existía la especialidad. Pero lo decisivo fue que recibí una beca en Valencia para hacer la carrera. Eso orientó mis pasos hacia el Mediterráneo. De otro modo, no sé qué habría sido de mi vida. Quizá me habría quedado en Úbeda, estudiando magisterio como muchos de mis colegas. No lo sé. El caso es que ya no volví. Como otros cientos de miles de jienenses, me convertí en alguien desgarrado entre un pasado de intensos recuerdos y un futuro abierto, sin amarres. Yo también me llevé una maleta de cartón, de rayas amarillas y marrones. Supongo que no fui el primero en dejarla allí, sin abrir, en la habitación del Colegio Mayor, durante días. Era el símbolo de mi resistencia a adentrarme en el futuro.

Hoy, medio siglo después, nuestro amigo Manuel Expósito me ha ofrecido este espacio para dirigirme a mis paisanos. No es fácil ofrecerle legitimidad a un acto como este. Al desgarro con que se inició mi vida, corresponde de forma inevitable la timidez del reencuentro, la necesidad de las explicaciones. Volví a Úbeda siempre que pude, porque allí vivían mis dulces y queridos padres. Luego ya he ido menos, para las grandes noticias de la vida, bodas y entierros. La experiencia más constante en todo ese tiempo ha sido comprobar la incapacidad de los ministerios y consejerías, desde el Estado en obras del franquismo al presente, para arreglar una carretera decente con la que llegar a La Loma desde Albacete. Sin embargo, jamás busqué otro camino.

Mi padre decía que puedes trasplantar un olivo una vez, pero no dos veces. Yo seguí al pie de la letra su idea de las cosas. Me instalé en Valencia, donde me casé y nacieron mis hijos y nietos, y aunque trabajé en la Universidad Murcia y ahora trabajo en la Universidad Complutense de Madrid, nunca mudé mi casa. Así que he estado viajando todos estos años para evitar una nueva mudanza. Sólo estuve tentado de ir a Sevilla. Pero entonces era joven y salió mal. No lo lamenté. A pesar de la cercanía, Sevilla siempre quedó lejos.

¿Me concede esto el derecho a dirigirme al público de Jaén? No estoy seguro. Si a pesar de todo lo hago, es por algo que desearía explicar. Cuando un ser humano llega a cierta edad, como la mía, al menos debe saber cómo definir su actitud ante el mundo. La mía se resume muy fácil. Fidelidad a la inteligencia que, poca o mucha, pueda haber forjado en medio siglo de estudio, y a la sensibilidad que me transmitieron mis mayores, a esa forma de mirar el mundo que pude observar en ellos y que constituye la vértebra de mi existencia. No es fácil dar coherencia a estas dos cosas. En muchas ocasiones han entrado en contradicción. El estudio hace preguntas. Mi gente era ingenua. El ajuste no es fácil. Lleva su tiempo.

El caso es que la mezcla de ambas cosas, quizá, me permite regresar, aunque sea por este medio, ante ustedes. Tal vez me esté permitido esperar que algunas de las cosas que pueda decir les resulten interesantes e instructivas. Quizá no sea del todo una ilusión haber luchado por mantener la sensibilidad de aquellos viejos campesinos de la Loma. Seguro que serán necesarios otros ajustes. Viajando se pierde el acento del idioma materno, pero el alma que habla no puede olvidar las viejas palabras tan pronto las escucha. Sabe que cada una de ellas le enseñaron un afecto. Ojalá podamos entendernos.

Desde que el mundo es mundo, o por lo menos eso dijo Maquiavelo allá por los primeros años del siglo XVI, existen dos tipos de personas en la ciudad. Él los llamaba el “popolo minuto” y el “popolo grasso”. En nuestras fuentes aparecen como “la gente humilde” y “los grandes”. Unos aman la libertad y no ser mandados. Otros, quieren gloria, poder y mando personal. Entre ellos no puede haber acuerdo. Pero pase lo que pase, la ciudad no puede existir sin unos y otros, y es completamente imposible que desaparezcan en la absoluta igualdad. La diferencia existirá siempre, se exprese de una manera o de otra. Por eso, la lucha a muerte entre estos ámbitos de la ciudad es inútil. Incluso aunque esa lucha fuera exitosa, pronto se reproducirían las diferencias. Pero eso significa que la lucha no puede acabar. Los chicos tenderán a disminuir tanto como sea posible la dominación que sufren, y los grandes tenderán a imponerla.

La clave de este asunto es que los grandes, por lo general, dominan en casi todo -dinero, educación, poder y medios-, mientras que los chicos tienen poco de casi todas las cosas. Pero hay algo que puede ganarse sin límites, porque depende de la voluntad y de la energía. Se trata de ganar la inteligencia de las cosas. Ella es la única arma que, desplazando a la violencia, puede mediar en esa lucha, llevando a los chicos a un tipo de acción que mejore su situación, que los haga más libres y menos dependientes. Y eso es así porque es la única herramienta para identificar afinidades, federar ánimos, lograr acuerdos, identificar los problemas, proponer medios, afinar estrategias cooperativas, y conocer bien a los grandes. Jaén, chica entre los chicos, sabe todo esto. Yo tampoco lo he olvidado.